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s se tendieron en los palos, y unos momentos despues zarpabamos con viento fresco. Al pasar a la altura de Cabo Engano recogimos al antiguo piloto Ugarte, que habia salido en un junco a nuestro paso. Ugarte, por lo que dijo, habia vivido en Filipinas, y estaba aburrido de aquello y queria marcharse a America. Tristan, el antiguo, se encontraba muy cambiado; tenia una cicatriz reciente, roja aun, en la cara, que le cogia desde la ceja de un lado hasta la comisura de la boca del otro, cortandole el labio superior. Nuestro antiguo piloto bebia el _brandy_ como si fuera agua. Algun motivo de enemistad debia existir entre los dos Tristanes, porque el de la cicatriz, como le llamabamos al antiguo piloto, parecia buscar las ocasiones para herir y molestar a su sustituto. VI LA SUBLEVACION El viaje por el Pacifico es, como usted sabe, de una monotonia terrible. En general, muy al sur, los vientos son constantes, y hay grandes facilidades para la navegacion a vela; pero nosotros teniamos que recorrer cientos de millas para alcanzar los vientos alisios. Salimos en marzo, y tardamos muchisimo en salir del mar de la China y pasar la Linea. Llevabamos un mes de navegacion, esperando en la calma ecuatorial la monzon del sudeste, cuando el capitan tuvo que mandar acortar la racion de agua. Afortunadamente, en la isla de San Agustin pudimos hacer la aguada y seguir delante. El piloto aconsejo al capitan que desembarcara algunos chinos; podia volver a ocurrir el mismo conflicto con el agua. La travesia del Pacifico no sabiamos lo que nos reservaba. Zaldumbide veia unicamente la manera de desquitarse de sus perdidas anteriores, y dijo: --Si nos molestan los chinos, los echaremos al agua. Zaldumbide no tenia ninguna simpatia por los celestes, y se le habia ocurrido que era mas comodo, en caso de necesidad, en vez de echar agua a los chinos, echar los chinos al agua. Tres semanas despues quedamos entre el Ecuador y el tropico de Capricornio en una calma chicha. Estabamos a unas cincuenta millas de la isla de la Sociedad. Hacia un calor espantoso; el cielo ardia implacable, sin una nube, como una cupula roja; no se movia ni una brizna de viento; las velas, desinfladas, caian a lo largo de los palos; el mar, como un cristal fundido, reverberaba una claridad tan cruel que le dejaba a uno como ciego. En la cubierta, la brea se derretia; los pies se nos quedaban pegados; hacia un vaho de calor imposible de
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