eros trabajaban como febricitantes; yo temia que, de descansar, se
apoderara de ellos la atonia y perecieramos todos en aquellos parajes
inhospitalarios.
Con tiempos horribles y borrascas salimos de la bahia de Nassau,
atravesamos el Estrecho de _Le Maire_; y en medio de una tormenta de
nieve llegamos al puerto Cook de la isla de los Estados.
Pocos sitios mas tetricos que aquel. El puerto era un fiordo flanqueado
por montanas altisimas, con rocas desnudas y siniestras; el suelo,
fangoso e inculto. A pesar de que la tripulacion queria descansar alli,
yo decidi seguir adelante hasta recalar en la bahia de la Soledad de las
islas Malvinas.
Aqui pudimos reponernos, y cuando la tripulacion ya se encontro con
fuerzas, nos pusimos en derrota, camino de Europa.
A la altura de San Vicente, un barco de guerra ingles nos dio caza dos
veces, y a la ultima nos destrozo la arboladura de _El Dragon_ a
canonazos. Huimos en la ballenera, y creo que al cocinero y a algun otro
se le ocurrio apoderarse de los cofres de Zaldumbide y llevarlos con
nosotros. Cuando huiamos, _El Dragon_ se hundio. Despues Ugarte se
jactaba de haber hecho en el casco un boquete. No se si esto fue verdad.
Si no hubiera sido por la carga del tesoro de Zaldumbide, hubiesemos
desembarcado en seguida en una de las islas de Cabo Verde; pero con
aquella impedimenta me parecio peligroso tocar en tierra. Comenzamos a
navegar con rumbo al norte, hacia las Canarias. Decidimos, de comun
acuerdo, acercarnos a la costa africana y enterrar los cofres.
Entramos por el rio Nun y exploramos sus orillas. Junto al mar, dunas de
arena blanca, formadas por el viento, reflejaban el sol, hasta dejarle a
uno ciego. Despues comenzaban a verse zarzas, _callistris_ y algunas
piteras. A unas quince millas de la costa encontramos unas ruinas; quiza
eran restos de una de las torres que Diego Garcia de Herrera levanto,
por orden del rey de Espana, cerca de la costa. No me parecia prudente
enterrar alli los cofres, y busque otro punto mejor. Todas aquellas
lomas y monticulos del rio, formados de arena, probablemente cambiarian
de posicion y de forma al impulso del viento del Sahara. Era necesario
encontrar jalones mas firmes.
Me acerque a un muro del castillo, que tenia grabado un elefante, y,
siguiendo la visual del ojo, vi que entre dos grandes bloques de piedra
se veia en aquella hora la sombra de una pena afilada, colocada a
orillas del rio. El vertice de la sombra caia en aque
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