se adorne alguna ondina de aquellas
conocidas por Yurrumendi.
EPILOGO
Han pasado muchos anos de vida normal, tanquila, sin mas incidentes que
los cotidianos.
Juan Machin no ha aparecido. Quiza anda perdido por los mares; quiza
tambien ha ido a buscar algun tesoro en un rincon del planeta.
Como guardando la tradicion de la familia, es el el Aguirre inquieto que
se pierde por el mundo.
?Vive? ?No vive? ?Volvera? No lo se. Confieso que al principio no
hubiese querido que volviera; hoy, si, me alegraria de verle y de
estrechar su mano.
Respecto de mi, siento un poco de vergueenza al decir que soy feliz, muy
feliz. Es verdad que no lo he merecido, pero asi es.
Cuando pienso en mi mujer, me acuerdo tambien de Diana Vernon; pero no
tengo que recordarla como mi tio Juan de Aguirre, ni como el heroe de
Walter Scott, muerta, sino que la veo viva, a mi lado. Hoy, con sus
cincuenta anos y los cabellos grises, me parece mas encantadora que
nunca.
Mi madre vive ya constantemente en nuestra casa de Izarte. Le gusta
estar siempre en la cocina hablando con las muchachas y con mis hijas,
echando lena al fuego y murmurando contra mi mujer.
En el fondo se entienden las dos perfectamente; pero mi madre tiene que
renir un poco, acusa a mi mujer de mandona y de que siempre quiere hacer
su voluntad.
Todos mis hijos han sido mecidos en los brazos de su abuela, y dentro de
poco podra mi madre mecer a su biznieto.
Yo cada dia me siento mas indolente y mas distraido. Muchas mananas, con
el buen tiempo, me levanto muy temprano y sigo el camino abandonado,
escuchando el rumor de los campos. Los pajaros cantan en las enramadas,
el sol se derrama brillante por la tierra.
Al volver me detengo a contemplar mi casa, sobre el jardinillo que le
sirve de pedestal. En el balcon de madera brillan los geranios rojos; en
el huerto, algunos girasoles levantan sus grandes flores sobre sus
tallos. Subo la escalera y me asomo al balcon. Las vacas pastan en
nuestro prado; mis chicos suelen seguirlas protegidos del sol por
grandes sombreros de paja. Enfrente veo las casas desparramadas de
Izarte, que parecen de juguete, echando humo por la chimenea, y a lo
lejos los montes.
Mi mujer sabe que algunas veces necesito vagabundar un poco, y me deja.
Antes me solia acompanar en mis paseos, y algunas veces, al ver aparecer
el lucero de la tarde, recito esa poesia de Ossian, que hemos leido los
dos en un ejemplar de Ana Sandow, y que
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