s de la atalaya. Tenia la bocina en una
mano y el anteojo en la otra. No estaba contento; preveia una
catastrofe.
--Estos pescadores son unos brutos--murmuro--. Quieren salir, haga buen
tiempo o malo. Sin comprender que vale mas pasar apuros que no quedar
sepultado entre las olas.
El viejo me explico con detalles varias costumbres de pescadores, que yo
ignoraba.
[Ilustracion]
--Los pescadores--me dijo--suelen tener algunos seneros en el Izarra y
en Aguiro, para que estudien los cambios atmosfericos. Si las senales
son de bonanza, se lo indican a las llamadoras, que se encargan de ir
avisando a los tripulantes de cada chalupa dando fuertes golpes en las
puertas de sus casas. Si las senales son de tempestad, no hay aviso;
pero si el tiempo es dudoso, los seneros, en vez de mandar recado a
todos los pescadores, llaman solo a los patrones, y en el extremo del
muelle, al amanecer, discuten las probabilidades de que haya bueno o mal
tiempo. Si no se llega a la unanimidad, entonces se somete el fallo a
votacion, se saca una caja de madera con dos compartimientos y dos
ranuras. Junto a una de estas hay pintada una lancha; al lado de la
otra, una casa. La lancha quiere decir que se puede salir al mar; la
casa, que hay que quedarse en tierra. La votacion suele ser
absolutamente secreta. Cada patron echa su cartoncito en el lado de la
lancha o en el de la casa, y luego se cuentan unos y otros. Si hay mas
votos para salir, el que quiera puede ir al mar, y el que no quiera
puede quedarse; si la mayoria vota por no salir, entonces es obligatorio
permanecer en tierra, y al que no cumple el acuerdo se le condena a una
multa y se le decomisa el pescado que traiga.
--Hoy--termino diciendo el atalayero--, despues de discutir los
patrones, tuvieron en la votacion una mayoria de pocos votos los
partidarios de salir. Muchos de los que habian votado por la salida, al
ver el cariz del tiempo, concluyeron por quedarse.
La manana iba poniendose cada vez peor. El viento soplaba furioso; las
olas, como montes, subian por las rocas, llegaban hasta las casas,
arrancaban puertas, arrastraban todo cuanto encontraban.
Llegaban ritmicamente, entraban por las ventanas de la atalaya, nos
llenaban de agua al viejo atalayero y a mi, y salian por la escalera de
piedra con un ruido de catarata. Algunas veces golpeaban la pared del
cobertizo de tal modo que parecia que un puno revestido por un
guantelete de hierro llamaba con fuerza.
El aspe
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