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ero de nosotros que se ahogue. Confieso que la cosa me hizo muy mal efecto. Rezaron todos; yo miraba a lo lejos. El atalayero nos grito que no fueramos directamente hacia donde habia zozobrado la lancha, sino dando la vuelta. Asi lo hicimos. Realmente la tormenta era ruda; pero manejable; el viento soplaba siempre del mismo lado, sin cambiar apenas. El bote saltaba como un delfin sobre las olas. Estos peligros grandes y aparatosos quitan el miedo, sobre todo si uno tiene que asumir la responsabilidad; entonces dan la impresion de un problema de matematicas que hay que resolver. Desde el mar, el espectaculo de la tierra era extrano. El pueblo entero parecia invadido por las olas y las espumas. Por intervalos llegaba una ola casi cilindrica, como hueca, mas voluminosa que las otras. En vez de recibirla de traves, maniobramos para cogerla de frente, o, por lo menos, en un angulo lo mas acentuado posible. Esta maniobra de defensa nos obligaba a inclinarnos y a perder el rumbo. Dimos la primera vuelta, pasando por el sitio donde habia zozobrado la lancha, y recogimos dos naufragos; luego volvimos a dar otra vuelta y pudimos salvar otro; a la tercera vuelta, no encontramos a nadie. Faltaban Agapito, el novio de Genoveva, y tres muchachos mas. Nuestros remeros estaban rendidos. Nos acercamos a las puntas, y el atalayero con la bocina nos mando detenernos. Yo le dije a Larragoyen que me parecia mejor seguir e intentar pasar la barra lo mas pronto posible. Ir a guarecerse a Guetaria, con la gente cansada y anhelante, me parecia peligroso. Larragoyen nada dijo. El sostenerse alli era casi tan peligroso como pasar. Despues de las tres olas fuertes, los golpes de mar de ordenanza, como les llaman los marinos, venia un momento de relativa calma. Este momento creia yo que se debia aprovechar para atravesar la barra; pero los hombres estaban rendidos. Yo empece a ver la cosa mal; los hombres se encontraban jadeantes, demasiado cansados para hacer un esfuerzo verdadero y eficaz. Nuestra inquietud iba en aumento; la moral de nuestros remeros desfallecia. A mi me sostenia la idea de la responsabilidad. Desde donde estabamos, a veces, se oian las conversaciones de la gente en el Rompeolas; a veces, en cambio, no llegaban hasta nosotros los gritos del atalayero con su bocina. Los marineros iban perdiendo tono; cuanto mas tiempo tardaramos en intentar atravesar la barra, nuestra probabilidad de pasar era menor. El
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