so fue que mi madre recibio una carta de Cadiz, en la
que decian que era conveniente que yo volviese cuanto antes. Alli nadie
me supo decir quien habia escrito esta carta. Todavia faltaba cerca de
un mes para la salida de la fragata _Maribeles,_ donde tenia que
embarcar.
[Ilustracion]
Estuve por volver a Luzaro, pero vacile; ?que pretexto iba a dar a mi
madre?
Siempre me inspiro mas temor que otra cosa. Yo no sospechaba el estado
de la Shele. De sospecharlo, me hubiera decidido a volver y a casarme
con ella, saltando por todo.
Llego la epoca de entrar en la _Maribeles_ y de perder hasta el recuerdo
de las personas conocidas. Tardamos seis meses en llegar a Manila y
estuvimos alli dos. Recogi varias cartas de mi madre, y entre muchas
noticias para mi indiferentes, me comunicaba que la Shele se habia
casado.
Cuando supe esto, me figure que, como dice todo el mundo, las mujeres
son volubles e ingratas, y pense que la Shele me habia olvidado con la
ausencia.
Escribi a uno de los amigos de Luzaro preguntandole lo ocurrido con
ella.
Meses despues pude recoger en Cadiz dos cartas suyas en contestacion a
la mia. En una me decia que la Shele se habia casado, o, mejor dicho, la
habia casado mi madre con el hijo de Machin, un mozo estupido y
borracho, a cuyo padre habian tenido que dar dinero y tierras para
permitir que su hijo se casara con la Shele, que estaba embarazada. En
la segunda me decia el amigo que la Shele acababa de morir de sobreparto
en el caserio de Machin.
Al saber esto me entro una desesperacion profunda. Intente marcharme del
barco; pero el capitan noto algo en mi, y no me lo permitio.
Tenia que zarpar la fragata, y hubo que seguir adelante. Los seis meses
de viaje a Filipinas los pase desesperado. Mi colera y mi rabia llegaban
a ponerme como enloquecido, y una porcion de ideas furiosas me venian a
la imaginacion.
Poco a poco mi colera disminuyo, y se fue convirtiendo en una profunda
melancolia. Todo me parecia triste; en la cosa mas sencilla e inocente
encontraba motivo para una reflexion lugubre. Llegaban a molestarme
tanto estas ideas, que, para ahogarlas, tome la costumbre, al llegar a
Manila, de ir a las tabernas a emborracharme.
En una de ellas encontre, por mi desdicha, a Tristan de Ugarte, que ha
sido para mi uno de esos hombres providencialmente funestos, seres
reclamos del mal que se ponen en el camino para arrastrarnos al vicio y
a la ruina.
Ugarte estaba de piloto en un
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