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era y comenzamos a navegar hacia el norte. El capitan queria apartarse del derrotero habitual y desembarcar en alguna de las Canarias. Al enterarse de que habian bajado los cofres de Zaldumbide, dijo que lo mejor era tirarlos al mar; pero viendo la protesta de todos, decidio acercarse a la costa africana, enterrar alli los cofres en un sitio seguro y volver a las Canarias. Todos convinimos en que era lo mas prudente. Llegar a una de aquellas islas con cajas llenas de oro, podia parecer sospechoso. A todo esto, no sabiamos a punto fijo lo que habia dentro. Al dia siguiente, a media tarde, comenzamos a ver la costa africana; una costa baja, de arena que brillaba al sol, con alguna colina de trecho en trecho. Debiamos estar cerca, por lo que dijo el capitan, de la colonia espanola de Rio de Oro; se veia alguna que otra cabana de moros salvajes y desharrapados. No nos parecio conveniente desembarcar alla, a pesar de que estabamos hambrientos. Pasamos por entre las islas Canarias y la costa de Africa, hasta que, al llegar a la desembocadura de un rio, nos detuvimos. Habia en las orillas algunos arboles aislados que parecian olivos. Este arbol, el argan, tiene un fruto parecido a la aceituna, aunque mas redondo y amarillo. A la hora de remontar el rio nos detuvimos delante de una fortaleza arruinada. Dicen que por alli, en los limites del Atlas, se encuentran estos poderosos castillos antiguos. Nadie sabe quien los ha construido ni contra que clase de enemigos se hicieron. El castillo aquel era de piedra labrada y de torres con arcos. Inmediatamente de llegar abrimos apresuradamente los cofres de Zaldumbide. El primero produjo un gran desencanto: habia dentro una porcion de baratijas de las que se empleaban para regalar a los reyezuelos africanos. Los otros cofres costaron mucho trabajo abrirlos, y los encontramos llenos de monedas de oro y de joyas. Todos hubieramos querido apoderarnos de aquellas riquezas; pero al oir al capitan que no estabamos en seguridad porque el crucero ingles andaria buscandonos, decidimos enterrar los cofres. El capitan nos indico una pena conica como el mejor punto para guardar el tesoro; nosotros hicimos un agujero al pie de esta pena y enterramos los tres cofres. Habiamos acabado esta operacion, cuando se presentaron media docena de moros, sarnosos, desharrapados, armados con fusiles antiguos. Habian pensado, sin duda, sorprendernos; pero al vernos en mayor numero y tambien armado
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