ndo que el no habia aguantado jamas ancas de nadie y que
menos las aguantaria ahora de su suegra, con otra porcion de frases
igualmente energicas que derramaron la tristeza por el rostro de
Irenita. Y hubieran concluido por hacerla llorar, si el, volviendo en su
acuerdo, no le hubiera regalado un pellizquito en el brazo muy sentido y
amoroso, rogandole al propio tiempo que le diese la mitad de la pastilla
de menta que su linda mujercita tenia en la boca. Con esto volvieron a
arrullarse como si estuvieran en una selva virgen y no en el hotel de
Osorio.
Un grupo de cinco o seis ninas, entre las cuales estaba Esperancita,
hablaba animadamente con algunos pollastres. Cobo Ramirez y nuestro
inteligente amigo Ramoncito Maldonado, eran dos de ellos. Dificil es
exponer las ideas que entre aquella florida juventud se cambiaban. Todas
debian de ser muy finas, muy alegres, muy intencionadas, a juzgar por la
algazara que producian. Sin embargo, aplicando el oido, se observaba
pronto que los gestos de las ninas, aquel levantar de ojos, aquel agitar
la cabeza, aquel mirar picaresco, aquel romper en sonoras carcajadas, no
correspondian exactamente a las palabras que se pronunciaban. Decia un
pollo verbigracia:
--Manolita; ayer la he visto a usted en San Jose confesando con el padre
Ortega.
La interesada reia con gozo extremado.
--iNo es verdad, Paco; no me ha visto usted!
Decia otro:
--Pilar, ?donde compra usted esos abanicos tan monisimos?
Pilar prorrumpia en carcajadas.
--iQue guason! Y ?donde ha comprado usted aquel perro tan feo que
llevaba usted hoy en el paseo?
--Feo, si; pero gracioso. Confieselo usted.
Tales frases hacian desbordar la alegria de aquellos pechos juveniles.
Se hablaba recio, se reia mas aun, se gesticulaba. Las ninas, sobre
todo, parecia que tenian azogue, mostrando sin cesar las dos filas de
sus dientes cuando los tenian bonitos o tapandoselos con el abanico
cuando no eran presentables. Pero, sobre todo, lo que alboroto el grupo
y levanto mas tempestad de carcajadas, fue una contestacion de Leon
Guzman. Manolita, una chatilla de ojos negros y boca grande con dientes
preciosos, pregunto a Leon que hora era. Este, sacando el reloj,
respondio que las diez y cuarto. El reloj del conde estaba parado: eran
ya cerca de las doce. Esta equivocacion hizo gozar vivamente a las
ninas. Manolita, sobre todo, queria desvestirse de risa. Cuanto mas
hacia para reprimir el influjo de sus carcajadas, con ma
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