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stado. La cara del duque expreso admirablemente el asombro. --?Como cuatro mil? No, hombre, no; el caballo cuesta tres mil quinientas. En esa inteligencia lo he comprado. --Senor duque, esta usted equivocado--dijo Fayolle poniendose serio--. Recuerde usted que habiamos quedado en las cuatro mil. --Recuerdo perfectamente. El que tiene mala memoria es usted.... A ver (dirigiendose al dependiente que vino a extender el recibo), uno de vosotros que baje a la cochera y pregunte a Benigno en cuanto se ha ajustado el _Polion_. Al mismo tiempo, aprovechando el momento en que Fayolle miraba al empleado, le hizo un guino expresivo. El cochero respondio por boca del dependiente que el caballo se habia ajustado en tres mil quinientas pesetas. Entonces el comerciante se irrito. Estaba segurisimo de que habian quedado en las cuatro mil. En ese supuesto lo habia entregado. De otro modo nunca hubiera dejado salir el caballo de la cuadra. El duque le dejo hablar cuanto quiso, lanzando solo algun grunido de duda, pero sin alterarse poco ni mucho. Solo cuando Fayolle hablo de quedarse otra vez con el caballo, le dijo con sorna: --Por lo visto, ha encontrado usted quien de las cuatro mil y quiere deshacer el trato, ?verdad? --Senor duque, juro a usted por lo mas sagrado que no hay nada de eso.... Solamente que estoy seguro de que es como digo. Al banquero le acometio entonces oportunamente un recio golpe de tos. Se le pusieron los ojos encendidos, las mejillas carmesies. Luego se limpio sosegadamente con el panuelo la boca y las narices, y dijo con acento campechano: --Hombre, no sea usted tacano. No se altere usted por esas miserables pesetas. Pero el no las solto. El comerciante quiso llevarse el caballo. Tampoco pudo lograrlo. Hubo un momento de silencio. Fayolle estuvo a punto de echarlo todo a rodar y desvergonzarse; pero se reprimio considerando que nada adelantaria: menos con llevar el asunto a los tribunales. ?Quien iba a pleitear por quinientas pesetas y mas con un personaje como el duque de Requena? Resignado, pues, con las mejillas encendidas aun, se despidio no sin que el duque le llevase hasta la puerta muy cortesmente, dandole afectuosas palmaditas en la espalda. Cuando el procer volvio a ocupar su sillon frente a la mesa, por debajo de sus parpados fatigados brillaba una sonrisa burlona de triunfo. Al cabo de unos minutos apreto el boton del timbre otra vez: --Vaya usted a ver si la senora duq
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