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ordenado, que de ningun modo quiso dejar de satisfacerlo, de lucir su costoso vestido de reina de Escocia. Penso que podria sortear aquella dificil situacion yendo a ultima hora, dando un par de vueltas por los salones y retirandose en seguida. Hizose acompanar de una amiga vieja de aspecto venerable. Amargo desengano debio de experimentar cuando al penetrar en los salones y tropezar con una porcion de distinguidos salvajes a quienes trataba con intimidad, Pepe Castro, el conde de Agreda, Maldonado y otros, observo que todos le volvian la espalda y se apresuraban a alejarse. Tan solo el fiel Manolo, el loco marques de Davalos, la reconocio y consintio en la mengua de ofrecerla el brazo. Pocos minutos pudo disfrutar de su apoyo la malaguena. Cuando una sonrisa de triunfo plegaba ya sus labios y a paso lento y majestuoso iba dando su apetecida vuelta por los salones, se encontro repentinamente frente a Clementina. Sin previo saludo ni la mas leve inclinacion de cabeza, ni hacer caso alguno de su acompanante, esta le puso la mano en el hombro, diciendola: --Tenga usted la bondad de escuchar una palabra. Maria Estuardo empalidecio, titubeo unos instantes, y por fin dijo con firmeza y ademan orgulloso: --Nada tengo que hablar con usted. A quien deseo ver es al dueno de la casa, al duque de Requena. Margarita de Austria le clavo una mirada iracunda, que la otra sostuvo sin pestanear. Luego, acercando la boca a su oido, le dijo con rabioso acento: --Si usted no me sigue ahora mismo, llamo a dos criados para que la saquen del salon a viva fuerza. La reina de Escocia se estremecio; pero tuvo aun animos para contestar: --Deseo ver al senor duque. --El senor duque no esta visible para usted.... iSigame, o llamo! Y al mismo tiempo echo una mirada en torno como en ademan de cumplir su promesa. La Estuardo empalidecio aun mas. Desprendiendose del brazo de Davalos la siguio al fin. Esta escena habia sido observada por varias personas; pero nadie oso seguirlas si no es el demente Manolo, que lo hizo de lejos. La esposa de Felipe III se dirigio a la antesala y alli dijo a un lacayo: --El abrigo de esta senora. No se hablo otra palabra. El lacayo entrego el abrigo. Maria Estuardo se lo puso sin ayuda de nadie, con mano temblorosa. Luego avanzo unos cuantos pasos, y volviendose de pronto, dirigio una mirada de odio mortal a D. Margarita de Austria, que se la devolvio acompanada de una sonrisa de desprecio.
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