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que su suegra servia muy bien para el caso, no queria entregarselo. Esto hace sospechar que, aunque Mariana fuese un prodigio de actividad y de orden, no consentiria tampoco en abandonar la direccion de los asuntos interiores como de los exteriores. Su caracter receloso y sordido le hacia preferir siempre el trabajo al descanso. Quisiera tener cien ojos para ponerlos todos sobre los objetos de su pertenencia. Dona Esperanza tambien deploraba el caracter de su hija; marchaba muy de acuerdo con la ruindad de su yerno, ayudandole no poco en la vigilancia de la casa. Mas, aunque la reprendiese a menudo por su apatia, como al fin habia salido de sus entranas, le dolia que Calderon lo hiciese, sentia vivamente las reyertas matrimoniales. Por eso, siempre que podia las evitaba aunque fuese a costa de un sacrificio, tapando las faltas de Mariana, haciendose ella misma voluntariamente culpable de ellas. Tal era la razon de haberle entregado con tanta premura el cojin que estaba bordando. D. Julian entro con un libro en la mano, que no era el _Diario_, ni el _Mayor_, ni el _Copiador de cartas_, sino lisamente el folletin de _La Correspondencia_, que acostumbraba a recortar con gran esmero y luego cosia. Aunque parezca raro, D. Julian era aficionado a las novelas; pero no leia mas que las de _La Correspondencia_, las piadosas que regalaban a su hija en el colegio. Por impulso propio no habia entrado jamas en una libreria a comprar alguna. No solo era aficionado a leerlas, sino lo que aun es mas raro, se enternecia notablemente con ellas. Porque guardaba en su pecho un gran fondo de sensibilidad. Era una flaqueza de su organismo, lo mismo que el asma y el reuma. Las desgracias del projimo, la miseria, le compadecian extremadamente. Si pudiesen remediarse de cualquier otro modo que no fuese con dinero, es seguro que las haria desaparecer en seguida. Los rasgos de generosidad le hacian llorar de entusiasmo; pero se juzgaba, y con razon, impotente para llevarlos a cabo. Asi y todo hacia esfuerzos supremos por violentar su naturaleza. En realidad, no era de los ricos menos limosneros que hubiese en Madrid. Tenia una cantidad fija destinada a los pobres y les llevaba la cuenta en sus libros como si fuesen acreedores. Una vez agotada la cantidad mensual, creemos que si viese morirse de hambre en la calle a un desgraciado, no le socorreria con una peseta, no por falta de sensibilidad, sino por las profundas raices que tenian en su cora
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