terminado su trabajo y, sentado en
la playa, descansaba de ciento ochenta viajes entre la orilla del mar y
la punta de la escollera, recibio una visita extraordinaria.
Estaba a esta hora vigilando el hervor del caldero, para que sus
acompanantes no metiesen en la sopa las lanzas con que extraian los
peces, y vio como un hombre de los que iban vestidos con tunica y velos
se aproximaba lentamente a el. Sus ropas eran pobres, remendadas y algo
sucias. Parecia por su aspecto la esposa masculina de alguna de las
mujeres empleadas en el puerto o de alguna contramaestre de la escuadra.
Entre la gentuza que vivia alrededor del gigante se mostraban de tarde
en tarde algunos de estos seres pobremente vestidos, pero que ostentaban
el mismo indumento de los hombres de clase superior, para indicar que no
pertenecian al rebano de los esclavos aprovechados como maquinas de
fuerza.
Este hombre de traje femenil paseo varias veces en torno del gigante,
mirandole con interes por un resquicio de sus velos. Los malhechores al
servicio del Hombre-Montana, que formaban grupos a cierta distancia, no
extranaron la presencia del hombre con faldas. Eran muchos los que al
conseguir un descanso en sus tareas domesticas venian solos o en grupos
a ver de cerca al coloso.
Cuando el nuevo visitante se hubo cansado de mirar a Gillespie, medio
tendido en la arena, salto sobre uno de sus tobillos, que eran lo mas
accesible de las piernas en reposo. Luego empezo a caminar sobre la
arista huesosa de la pantorrilla, pasando la redonda plaza de la rotula,
para seguir avanzando por el lomo redondo del muslo, deteniendose
unicamente junto al abdomen.
Ninguno de los curiosos osaba permitirse con Gillespie esta intimidad.
Le habian hecho una fama de maligno y cruel en toda la nacion, y las
gentes, al insultarle o agredirle con piedras, procuraban siempre
colocarse a gran distancia.
Sintio no tener a mano aquella lente que le habia regalado Flimnap, para
poder contemplar de cerca a este pigmeo que se entregaba a el con tanta
confianza. Inclino su rostro para verle mejor, y noto que abria sus
velos y erguia la cabeza, queriendo hablarle y temiendo al mismo tiempo
que pudieran oir su voz los grupos inmediatos.
Gillespie creyo adivinar la personalidad del recien llegado.
--Debe ser Ra-Ra--se dijo.
Pero la turbia luz del crepusculo no le permitia reconocerlo. Ademas,
los movimientos de sus brazos indicaban un afan de ser levantado hasta
el rostro del
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