lo mismo que si realmente transcurriesen en la realidad.
Sintio un escalofrio, y poniendose de pie, miro su reloj. Eran las ocho.
Los pasajeros debian estar ya terminando de comer. Al extremo de la
cubierta de paseo jugueteaban tres ninos vigilados por una institutriz.
Tal vez les pertenecia aquel libro que habia hecho pasar a Gillespie
cuatro horas de continuos ensuenos, inmovil en un sillon, mientras por
el interior de su craneo desfilaban las escenas de una historia tan
interesante como inverosimil.
Al verle despierto y de pie, los ninos hicieron esfuerzos por ocultar
sus risas. Debian haber pasado muchas veces ante su asiento,
contemplando como se agitaba y hablaba en voz baja sin dejar de dormir.
La risa sofocada de los tres y de la institutriz le hizo abandonar el
puente, bajando a los salones del paquebote. El americano, despues de
tanto sonar, sentia hambre, un hambre solo comparable a la que habia
sufrido cerca del puerto de la Ciudad-Paraiso de las Mujeres mientras
esperaba inutilmente el envio de viveres prometido por la enamorada
Flimnap.
Pero la evocacion de esta parte material de su ensueno sirvio para
resucitar en su memoria la imagen de la dulce Popito y la escena de su
muerte.
Pepito era miss Margaret, y al recordar como habia fallecido sobre una
de sus manos y como la habia arrojado al agua, se sintio invadido por
los mas tristes presentimientos.
Reconocio de pronto que los supersticiosos no son dignos de burla, como
el habia creido siempre. Se imagino que todo lo que llevaba visto en
suenos no era mas que una preparacion para llegar a la muerte de Popito
y que esta muerte debia considerarla como un aviso de las potencias
misteriosas que rigen el curso de la vida humana.
--Miss Margaret ha muerto, estoy seguro de ello--se dijo el joven.
Y en el comedor, cada vez mas solitario, pues los pasajeros abandonaban
ya las mesas, Gillespie dejo intactos todos los platos que le presento
el camarero.
--Ha muerto, ha muerto indudablemente.
Cuando vio entrar al encargado de la telegrafia sin hilos del paquebote,
mirando a un lado y a otro, con un pequeno sobre en una mano, Edwin se
incorporo para atraer su atencion.
Estaba seguro de que le buscaba a el, trayendole la mas fatal de las
noticias.
Efectivamente, el telegrafista fue hacia su mesa y le entrego el
despacho.
Gillespie abrio el sobre con mano temblorosa, buscando inmediatamente la
firma del telegrama. iLo que el habia pensado!.
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