la flota, avisada por
las comunicaciones atmosfericas.
Por primera vez en toda la tarde sintio el coloso la angustia del
peligro. Este adversario resultaba mas temible que todas las
muchedumbres aporreadas y perseguidas por el en las calles de la
capital. Cuando se consideraba libre para siempre de los pigmeos, era su
prisionero y solo podia esperar la muerte.
Asomo cautelosamente su cabeza por las bordas de la embarcacion, pronto
a retirarla antes de que un nuevo cable viniera a enroscarse en su
cuello. Siguiendo la direccion de los filamentos hundidos en el agua,
creyo ver un objeto negro que flotaba a pocos metros de la superficie.
Agarro una piedra, arrojandola en el mar con una fuerza que hizo surgir
chorros de espuma. Pero en vez de obtener su deseo, un nuevo cable se
elevo amenazante sobre las aguas. Arrojo otra piedra, y luego otra,
persiguiendo de este modo al terrible pez mecanico que daba vueltas en
torno a su bote.
Sintio un escalofrio de angustia al darse cuenta de que solo le quedaba
un pedazo de roca como ultimo proyectil, y lo arrojo con toda la fuerza
de su desesperacion, casi sin mirar, confiandose al instinto y a la
suerte.
Se obscurecio el agua con una dilatacion negra, como si se hubiese roto
en sus entranas una gran bolsa repleta de tinta. Subieron a la
superficie densas burbujas de gases, que estallaron con un estrepito
hediondo, y todos los cables se soltaron a la vez, cayendo inertes, como
los segmentos de una serpiente partida, como los tentaculos de un pulpo
desgarrado.
Libre ya de este obstaculo, Gillespie volvio a empunar los remos,
avanzando por unas aguas que la marina pigmea rehuia el frecuentar. Puso
la proa hacia la barrera de rocas y espumas, obra de los dioses, que
limitaba el mundo conocido.
Despues de una hora de violento ejercicio, Gillespie, cubierto de sudor,
necesito despojarse de la chaqueta. Todavia pendian de su tejido muchas
flechas, que le recordaron su primer choque con los soldados de la
Republica femenina. La vista de ellas evoco en su memoria a los dos
companeros de viaje, completamente olvidados hasta entonces.
Sosteniendo la chaqueta con una mano, metio la otra en el bolsillo
superior, extrayendo uno tras otro a los dos pigmeos para depositarlos
dulcemente en la popa de la embarcacion.
Ra-Ra se mostro sombrio y cenudo, mirando al Hombre-Montana con
hostilidad, como si recordase aun el golpe que le habia dado con un dedo
para que permaneciese dentro
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