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dientes, iban trepando por las laderas del craneo, agarrandose a los haces de cabellos como si fuesen los matorrales de una montana. Luego, apoyandose solamente en una mano y blandiendo la cimitarra con la otra, daban golpes a diestro y siniestro en la espesa vegetacion. Este trabajo divirtio mas al publico que el anterior, a causa de la destreza de los trepadores y del peligro que arrostraban. Podian matarse si perdian pie a tan enorme altura. Un gran personaje distrajo momentaneamente la atencion de los curiosos. Se abrio ancho camino en la muchedumbre para dejar paso hasta el espacio descubierto a un carruajito de dos ruedas, en figura de concha, tirado por tres esclavos melancolicos que llevaban por toda vestidura un trapo en torno a sus vientres. Estas bestias humanas iban guiadas por una mujer, seca de cuerpo, con nariz aquilina, ojos imperiosos y un latigo en la diestra. La corona de laurel que adornaba sus sienes sirvio para que la reconociesen hasta aquellos que habian llegado recientemente a la capital. --Es Golbasto; es el poeta--decian todos mirandola con admiracion. Ella atraveso el gentio sonriendo protectoramente como un dios, paso igualmente entre los oficiales hembras, que la saludaban como a una gloria nacional, y considero que debia colocarse por su rango a la cabeza de todos los vehiculos privilegiados, o sea junto a las piernas del gigante. Las gentes distinguidas dejaron de mirar al Hombre-Montana para fijarse en el gran poeta, y esto hizo que Golbasto creyese necesario murmurar algunas palabras, como si fueran dirigidas a ella misma, para corresponder al homenaje mudo de sus admiradores. Sus ojos, acostumbrados a las vertiginosas alturas de la sublimidad ideal, se remontaron por los perfiles de la masa grosera del gigante hasta llegar a la cuspide donde trabajaban los barberos hembras. --iQue audacia! iQue seguridad!--dijo con una voz cantante que parecia exigir acompanamiento de liras--. Unicamente las mujeres son capaces de realizar un trabajo tan arriesgado. Asi como los barberos iban cortando la vegetacion capilar, la amontonaban en haces, atando estos con un cabello suelto, lo mismo que si fuesen gavillas de trigo. Ya eran tantos, que los segadores se movian con dificultad, y uno de ellos empujo involuntariamente uno de los haces, haciendolo rodar por las laderas del craneo. Grito, agitando su sable, para avisar el peligro; pero la pesada gavilla fue mas rapida que su voz, y
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