r oficiales hembras, repelian a la muchedumbre
para que no avanzase hasta las puntas de sus zapatos. A un lado del gran
espacio completamente libre vio Gillespie un grupo de hombres que iba
descargando de cinco carretas varios cubos llenos de una materia blanca,
asi como ciertos aparatos misteriosos envueltos en fundas y una gran
tela arrollada lo mismo que un toldo. Debia ser el primer grupo de
barberos que entraba a prestar sus servicios.
Gillespie se sintio inquieto al darse cuenta de que el universitario no
habia llegado aun, a pesar de las promesas hechas el dia anterior.
--iProfesor Flimnap!--grito varias veces.
La muchedumbre pretendio imitar su voz, lanzando varios rugidos
acompanados de risas. El bondadoso traductor permanecia invisible.
Gillespie, irritado por esta ausencia, empezo a agitarse con una
nerviosidad amenazante para los pigmeos que se hallaban cerca de el.
De pronto se tranquilizo al ver que un hombre de larga tunica y envuelto
en velos, que habia permanecido hasta entonces inmovil en la puerta de
la Galeria, se aproximaba a su asiento. Cuatro esclavos le seguian,
llevando a hombros una larga escala de madera. La aplicaron a una
rodilla del gigante, y el hombre subio sus peldanos con agilidad, a
pesar de las embarazosas vestiduras, procurando que los velos
conservasen oculto su rostro.
Al quedar de pie sobre un muslo del Hombre-Montana, indico con gestos su
deseo de colocarse mas en alto para hablarle. El gigante lo tomo
entonces con dos dedos de su mano izquierda, lo deposito en la palma
abierta de su mano derecha y lo fue subiendo lentamente, hasta muy cerca
de su rostro. Esta ascension desordeno las envolturas del hombre velado,
quedando su rostro al descubierto.
--Gentleman--dijo en un ingles tan perfecto como el del profesor--, yo
pertenezco a su servidumbre, y creo que de todos los presentes soy el
unico que conoce su idioma. No se donde esta el doctor Flimnap; tambien
me extrana su tardanza. Pero si el gentleman desea algo, aqui estoy para
traducir sus deseos.
El hombrecito de los velos blancos tuvo que callar repentinamente para
afirmarse sobre sus pies y no caer de una altura tan enorme.
La mano de Gillespie habia temblado con la emocion de la sorpresa. El
pigmeo que tenia junto a sus ojos presentaba una rara semejanza con su
propia persona. Era un Edwin Gillespie considerablemente disminuido; sus
mismos ojos, su mismo rostro, igual estatura dentro de las proporciones
de s
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