aldito Gualicho. Esgrimian
contra el enemigo invisible sus lanzas y sus mazas llamadas "macanas",
arrojaban sus boleadoras, correas terminadas por dos esferas de piedra
que volteaban en el aire para envolver al adversario, acompanaban con
aullidos sus botes, tajos y estocadas, y las mujeres y los
pequenuelos, marchando a pie, se unian a esta ofensiva general dando
palos y punetazos al aire. Alguno de sus innumerables golpes habia de
tocar forzosamente al mal espiritu, obligandolo a huir; y cuando, al
fin, caian todos en tierra extenuados, la tranquilidad volvia a ellos,
convencidos de que el enemigo estaba ya lejos de su campamento.
El espanol creia notar ahora en la Presa la presencia de Gualicho, el
diablo pampero, maligno y enredador. Empujaba a los hombres unos
contra otros. Todos se miraban con hostilidad, como si se viesen
diferentes a como eran antes... ?Tendria, al fin, que juntarse el
pueblo en masa para ahuyentar a golpes al oculto enemigo?...
Iba pensando en esto, cuando su caballo se estremecio, deteniendose
con tal brusquedad que casi le hizo salir disparado por encima de sus
orejas. En el mismo instante sonaron varios tiros de revolver y vio
como saltaban hechos pedazos los vidrios de las ventanas y de las dos
puertas del boliche.
Surgieron por estas aberturas, lo mismo que proyectiles, botellas,
vasos, y hasta un craneo de caballo. A continuacion aparecieron
algunos gauchos amigos de Manos Duras, que marchaban de espaldas
disparando sus revolveres. Varios trabajadores del pueblo salieron a
su vez del establecimiento, atacandolos igualmente a tiros. Otros que
ya habian agotado sus cartuchos avanzaban cuchillo en mano.
Cayo un herido y empezo a arrastrarse por el polvo. Luego el ingeniero
vio desplomarse a otro hombre. Gonzalez aparecio en mangas de camisa,
como siempre, con dos elasticos sobre los biceps. Elevaba los brazos,
profiriendo suplicas, voces de mando y maldiciones, todo mezclado. Las
mestizas anexas al boliche, que completaban la venta del alcohol con
el ofrecimiento de sus gracias, salieron tambien, asustadas y dando
gritos, para huir hacia los extremos de la calle.
Robledo saco su revolver, y espoleando a su caballo se fue metiendo
entre los contendientes, apuntando a unos y a otros, al mismo tiempo
que gritaba, exigiendo orden. Ayudado por los vecinos que iban
llegando, muchos de ellos con rifles, pudo restablecer una paz
momentanea. Huyeron los gauchos, perseguidos por los obreros
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