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quel hombre a quien en el fondo de su corazon llamaba padre, y le dolian, con violento dolor, las crueles palabras que acababa de oir sobre la condenacion de don Manuel. Toda su alma estaba sublevada de indignaciones porque la culpasen a ella de aquella condenacion posible. Tanto oia anatematizar a todas horas la injusticia del testamento de su protector, que llego a tener sospechas de semejante injusticia; porque si ella no era, por fin, hija del noble solariego, ?que era en aquella familia, y que motivos habia para que la piedad del testador la asistiese por encima de los naturales derechos de la hermana? Pero, y Salvador, ?no parecia tambien un extrano, un intruso que habia venido a poseer libre y completamente parte de la fortuna del amigo? Habia un gran misterio en la ultima voluntad de don Manuel, y Carmencita martirizaba en vano su inteligencia con aquellas profundas meditaciones. Cuando en su presencia se insultaba acerbamente al difunto caballero, rompia a llorar descorazonada al sentirse impotente para defenderle de aquellas furias, y un lejano temor de que por haberla amado a ella purgase alguna injusticia el alma de aquel hombre la llenaba de sobresalto. Siempre, en tales ocasiones, las dos terribles mujeres se burlaban de su angustia, y la escena terminaba con el mote convenido. --La santa... es la santa.... ipobrecita!... Ella, entonces, erguia su corazon acobardado para decirle a Dios en intima plegaria: --iY bien, Senor, yo quiero ser santa; es preciso que lo sea...; hazme santa, Dios mio..., hazme santa de veras! IV Entretanto, Salvador Fernandez, medico municipal de Villazon, habia trasladado su residencia desde la villa al pueblo gracioso y pequeno de Luzmela. En plena posesion del cuantioso legado del amigo, Salvador no habia pensado ni un momento en cambiar de vida ni alterar en nada sus costumbres humildes. En el palacio de Luzmela como en la posada de Villazon, el medico era siempre un hombre bondadoso y amable, de caracter timido y vida sencilla. Habia destinado para su uso las habitaciones de don Manuel, y en la casa se desenvolvian las horas serenas y blandas, mudas y lentas, igual que en los dias postreros del hidalgo. Diriase que el espiritu benigno del solariego, con la amargura de sus memorias, con la bondad de sus sentimientos, presidia aun y gobernaba las labores y las intimidades de la pudiente casa labradora. Salvador seguia visitando a sus enf
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