a sobrina de don Manuel habia quitado el
luto, y todavia Carmencita andaba vestida de negro, con resoba dos
trajes. Ella no decia nada; pero algunas veces sentia una vaga
pesadumbre al encerrar su cuerpo gallardo en aquellos habitos austeros y
tristes.
Un dia, sofocada con la lana negra de su corpino, tuvo la tentacion de
ponerse uno de sus vestidos blancos de Luzmela. La falda estaba
sumamente corta; el cuerpo muy estrecho. Ingeniosa y lista, descosio
dobladillos y lorzas hasta que la tela rozo completamente el borde de
los zapatos. Luego, unas maniobras semejantes hicieron al corpino
extender sus delanteros sobre el seno turgido de la nina. La manga,
menos docil, dejaba ver el antebrazo alabastrino. Se miro al espejo, y
asombrada de si misma, se ruborizo.
Entonces, con el amargo recelo de provocar el enojo de sus huespedes,
iba a desnudarse, cuando Narcisa se presento en el aposento.
Mirando a Carmen, dio un grito, como si algo terrible le aconteciera, y
llamo a voces a su madre.
La muchacha, sobrecogida, se replego a un extremo del gabinete, y dona
Rebeca, que acudio a saltitos menudos, se llevo las manos a la cabeza y
empezo a lamentarse con agudas exclamaciones, engarzadas en su sarta
habitual de refranes y agravios.
--_iCria cuervos y te sacaran los ojos!..._ Esta ingrata se quiere
quitar el luto de mi pobre hermano. _A muertos y a idos_.... iHermano de
mi alma, que por ella se ha condenado; que esta en los profundos
infiernos por culpa de esta mal nacida!...
Narcisa, impasible y majestuosa, presidia la escena como un juez severo,
asistiendo con gestos de indignacion a los desatinados discursos de su
madre, mientras Julio, que habia acudido sanudo y acechante al umbral
de la puerta, fulguraba sobre la tremula nina su mirada monstruosa, y
oyendo buhar y maldecir a las dos mujeres, toda su mezquina figura se
estremecia de satanico gozo....
Palida y convulsa resplandecia tan bella la muchacha, que Narcisa
hubiera querido aniquilarla con sus ojos acerados, cargados de ira.
Cuando la dejaron sola con su terror, se quito con manos temblonas el
alegre vestido blanco, y otra vez se abrumo bajo la tela sombria de su
luto. Estaba descontenta de si misma; tal vez dona Rebeca tenia un poco
de razon; acaso habia algo de ingratitud de su parte en aquella
involuntaria fatiga que le causaba la ropa negra, vieja y pesada.
Mortificabase con la duda de si el antojo del vestido blanco habria
ofendido la memoria de a
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