rtunadamente, Fernando hizo el gasto de la conversacion, y con su
peculiar desenfado fue refiriendo jovialmente todas las fases de su
escapatoria, sin omitir aquella de la desahogada caricia hecha por su
mano a la cajita de hierro.
Con acento un poco cinico, comentario, riendose:
--Esta mal hecho..., ya lo se, ique demonio!; pero yo necesitaba salir
de Rucanto a escape, sin despedidas ni explicaciones; me hacia falta
dinero, y ya, de coger algo, cogi todo lo que habia...; ique se arreglen
como puedan!... Venia yo de muy mal humor...; sacrificarse duele,
hombre; hace mala sangre y pone la vida oscura. Yo pense: llevando
_guita_ abundante, puedo distraerme un poco...; olvidare sin dolor a la
nina de Luzmela y a Rosa la del Molino...; ?y no es tambien de justicia
que yo pruebe el dinero de tio Manuel?
--Claro que si--dijo Salvador distraido.
--Pues aqui me tienes, medico, caminito de Paris...; ?y tu?
Salvador, vacilante, repuso:
--Probablemente tambien ire a Paris; pero por de pronto me detendre en
el Havre unos dias. ?Tu vas derecho a la capital?
--A toda prisa, hijo; me interesa poco el gran puerto que los
revolucionarios llamaron Havre-Marat....
Ya crecida la noche, se despidieron Salvador y Fernando en el charolado
pasadizo de sus camarotes; pero el medico, apenas soportados unos
minutos dentro de la minuscula pieza, se aventuro de nuevo por los
intrincados corredores de la camara y gano la cubierta, presuroso y
anhelante, con paso de fantasma, sin alzar ningun ruido bajo la suela de
goma de sus zapatos marineros.
Un desasosiego punzante le empujaba a moverse y a levantar sus ojos en
callada consulta hacia el cielo.
Estaba toda la luz estelar presa en la extrema cerrazon de la noche, y
en vano Salvador trataba de avizorar, con atonita mirada, el secreto
sagrado de la altura. Su alma, serena y apacible en las corrientes
diarias de la vida, se sentia en aquella hora atribulada con honda
ansiedad.
Avaro de vivir para sus esperanzas, suponia que la muerte le acechaba,
volando astuta en el seno del abismo, y a cada vuelta estridulante de la
helice se acongojaba pensando como la fatalidad le alejaba del rincon de
su valle, donde la mujer de sus amores padecia y lloraba, tal vez
llamandole, atormentada y perseguida.... Un pesimismo desesperante le
hacia escuchar ecos de naufragio y agonia, y prestando atento el oido
con demente zozobra, percibia distinta y trepida una voz de desgracia
que nacia en el
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