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quirian voz de sortilegio y de amenaza. Algunos lamentos de aquella voz siniestra, llegandose al rincon del Nino Jesus, le henchian la tunica, deshilachada y sin alino, y le hacian balancearse sobre la rustica peana como en un panico acunamiento de terremoto. El techo de cal, reblandecido en humedas manchas, dejaba filtrar al aposento las gotas de la lluvia, recogidas en el suelo sobre algunos cacharros sin nombre ni forma, ollas extranas y panzudas de centenaria fecha. Aquel lento gotear de enero dentro del cuarto tenia un son de quejido y de miseria que laceraba el corazon.... Todo era tedio y dolor en la casona. Dona Rebeca rebuscaba en armarios, barguenos y arcaces algunos papeles escritos y sellados que parecian importarle mucho. Abria legajos, escudrinaba carpetas, y todo lo revolvia y desparramaba fuera de su sitio. Estas maniobras las acompanaba de paseitos menudos, adagios y murmuraciones. A intervalos renia con la criada, y otras veces se evaporaba, como por arte de duenderia. Narcisa se habia llevado a su aposento las alfombras de la sala y un brasero de cobre, donde, con insolente egoismo, acaparaba toda la lena combusta del hogar para confortarse y satisfacerse. Habia hecho provision abundante de novelas terribles, y leia a la sazon, con tenacidad salvaje, una con _santos_ de colores y un titulo que decia: _La Condesa ensagrentada...._ Alli se hacia servir la comida, y, cenuda y brava, apenas salia de su escondrijo. Un despecho picante y rabioso le mordia el corazon, viendo quebrarse en anicos sus ilusiones de boda con Salvador, y viendo como el medico alimentaba, con crecientes demostraciones, el interes que siempre le habia inspirado la nina de Luzmela. Carmen compartia sus horas densas y amargas entre las cavilaciones incoherentes en su cuarto y las calladas esperas a los pies de la cama de Julio. La primera vez que entro a verle fue una tarde en que el enfermo se estuvo desganitando en un clamor de angustia: "iAgua..., agua!", como si tuviera las entranas adurentes y en el pecho lamentable un volcan enceso. Todo callaba en torno a la voz implorante, que llego a hacerse desmayada y balbuciente como la de un nino. Dona Rebeca y Narcisa se habian sumido en una de sus frecuentes desapariciones, y la criada tampoco aparecia por ninguna parte. Entonces Carmencita entro timidamente en el aposento del mozo, llevando en la mano un vaso de agua de piedad. La miro Julio, pasmado en medio
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