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rueno de su voz ante la imagen seductora de la nina. --?Donde esta?--pregunto ansioso. --No se; ahi, por algun rincon; esta muy triste. --Quiero verla--rugio el monstruo. Y se puso a buscarla por la casa adelante. Iba diciendo siempre: --Quiero verla, ?donde esta? Narcisa le contemplo con sorpresa primero; despues, con gozo; luego, con una crueldad brava y horrible. Corrio tras el y le dijo con voz opaca, llena de perfidia: --?La quieres?... Yo te la buscare.... Te la doy para ti..., te la regalo.... Y los dos se lanzaron a la caza de Carmencita, oteando febriles como dos canes buscones. No la encontraban. Andres se iba impacientando. Para animarle, Narcisa le sirvio una incendiaria copa de ron. Luego que la hubo apurado de un trago valiente, dijo Andres: --iOtra!... Y la terrible senorita se la volvio a llenar. Todavia Andres presento la mano extendida, insistiendo: --iMas! Y todavia la hermana volvio a escanciarle. Siguieron buscando. El mozo, tremulento, daba tumbos y juraba balbuciente; ella se reia y le iba proponiendo: --Te casas con ella si quieres..., y si no..., no te casas.... Al atravesar la antesala encontraron a dona Rebeca, toda despavorida y angustiada, apretando convulsa un puno de pesetas. La contemplo Narcisa, cenuda, como indagando de donde habia sacado "aquello"; pero ella se apresuro a depositar el tesoro en los hondos bolsillos de Andres, prometiendole: --Ya te dare mas..., mucho mas.... Andres se olvido de Carmencita. Metio su zarpa agresiva en el bolsillo repleto, y haciendo sonar las monedas con demente regocijo, hizo un ademan grosero y gano la puerta de la calle, meciendose en balances peligrosos y borbotando desatinos. Le contemplo Narcisa con desprecio olimpico, murmurando: --Ni para _eso_ me sirve este bruto; pero si no es hoy sera otro dia.... XIX ?Donde estaba aquella tarde de infames maquinaciones la nina dulce y buena de los ojos garzos?... No habia encontrado ningun regazo suave donde llorar, ningun amable retiro donde consolarse. Estaba escondida como un delito, oculta como una pena, en el cuartito del sobrado, recostada con fatiga y desaliento en el quicio de la ventanuca. El gato, espeluznado, la rondaba mimoso, y ella, lentamente, le pasaba la mano por el lomo. Ya no estaban los cielos azules, ni los campos verdosos, ni las horas doradas por el sol. La tarde, cargada de tristezas, subia por el
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