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ermosisimos, con perfecta regularidad, esmalte brillante e intachable forma. Oh, los dientes de aquella senora eran divinos: solo ellos recordaban el antiguo esplendor; y cuando aquel vestigio se sonreia (cosa muy rara); cuando dejaba ver, contrastando con lo desapacible del rostro, las dos filas de dientes de incomparable hermosura, parecia que la belleza, la felicidad y la juventud se asomaban a su boca, o que una luz aclaraba aquel rostro apagado. Dona Paulita (nunca pudo quitarse ni el _dona_ ni el diminutivo) no se parecia en nada ni a su tia ni a su prima. Era una santa, una santita. Sus ademanes estaban en armonia con su caracter, de tal modo, que verla y sentir ganas de rezarle un Padrenuestro era una misma cosa. Miraba constantemente al suelo, y su voz tenia un timbre nasal e impertinente como el de un monaguillo constipado. Cuando hablaba, cosa frecuente, lo hacia en ese tono que generalmente se llama de carretilla, como dicen los chicos la leccion; en el tono en que se recitan las letanias y los gozos. Examinando atentamente su figura, se observaba que la expresion mistica que en toda ella resplandecia, era mas bien debida a un habito de contracciones y movimientos, que a natural y congenita forma. No se crea por eso que era hipocrita, no: era una verdadera santa, una santa por conviccion y por fervor. Tenia el rostro compungido y desapacible, palido y ojeroso, aspera y morena la tez, con el circuito de los ojos como si acabara de llorar; las cejas muy negras y pobladas; la boca un poco grande y con cierta gracia innata, casi desfigurada por el mohin compungido de sus labios, hechos a la modulacion silenciosa de palabras santas. El que fuera digno de gozar el singular privilegio de ser mirado por ella, habria advertido en sus ojos la inalterable fijeza, la expresion glacial, que son el primer distintivo de los ojos de un santo de palo. Pero habia momentos, y de esto solo el autor de este libro puede ser testigo; habia momentos, decimos, en que las pupilas de la santa irradiaban una luz y un calor extraordinarios. Y es que, sin duda, el alma abrasada en amor divino se manifiesta siempre de un modo misterioso y con sintomas que el observador superficial no puede apreciar. Su vestido era recatado y monjil, no siendo posible certificar que bajo sus tocas hubiera algo parecido a una cabellera, aunque nos atrevemos a asegurar que la tenia, y muy hermosa. Su estatura no pasaba de mediana, y a pesar de la mode
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