barba; su cutis, que habia sido
finisimo jaspe, era ya papel de un titulo de ejecutoria, y los anos
estaban trazados en el con arrugas tan rasgueadas que parecian la
complicada rubrica de un escribano. No se sabe cuantos anos habian
firmado sobre aquel rostro. Las cejas arqueadas y grandes eran
delicadisimas: en otro tiempo tuvieron suave ondulacion; pero ya se
recogian, se dilataban y contraian como dos culebras. Debajo se abrian
sus grandes ojos, cuyos parpados ennegrecidos, calidos, venenosos y casi
transparentes, se abatian como dos compuertas cuando Salome queria
expresar su desden, que era cosa muy comun. La nariz era afilada y tan
flaca y huesosa, que los espejuelos, que solia usar, se le resbalaban
por falta de cosa blanda en que agarrarse, viendose la senora en la
precision de sujetarselos atras con una cinta. Y, por ultimo, para que
esta efigie fuera mas singular, adornaban airosamente su labio superior
unos vellos negros que habian sido agraciado bozo y eran ya un bigotillo
barbiponiente, con el cual formaban simetria dos o tres pelos
arraigados bajo la barba, apendices de una longitud y lozania que
envidiara cualquier moscovita.
El despecho cronico habia dado a este rostro un mohin repulsivo y una
siniestra contraccion que se avenia muy bien con las formas de la
figura y su atavio. Desaparecian los cabellos bajo un tocado de
tristisimo aspecto, y el cuello, que fue comparado al del cisne por un
poeta quejumbron del tiempo de Comella, era ya delgado, sinuoso y
escueto. Marcabanse en el los huesos, los tendones y las venas,
formando como un manojo de cuerdas; y cuando hablaba alterandose un
poco, aquellas mal cubiertas piezas anatomicas se movian y aguaban como
las varas de un telar. Debajo de toda esta maquina se extendia en
angosta superficie el seno de la dama, cuyas formas al exterior no
podria apreciar en la epoca de nuestra historia el mas experimentado
geometra, y mas abajo la otra maquina de su talle y cuerpo, inaccesible
tambien a la induccion; maquina que a fuerza de ataques nerviosos habia
llegado a la mas completa morosidad. Cubriala un luengo traje negro.
Entre los pliegues de un vastisimo panuelo del mismo color, se
destacaban dos manos blancas, finisimas, de un contorno y suavidad
admirables. Pero no eran las manos la unica cosa bella que se advertia
en aquella ruina, no: tenia otra cosa mil veces mas bella que las
manos, y eran los dientes, que, salvados del general desastre, se
conservaban h
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