a que hablaba en aquel momento
con profunda verdad y gran conviccion. El pecador se sintio conmovido de
gratitud. Clara no hubiera hablado con tanta elocuencia; pero de seguro
pensaba y decia interiormente cosas parecidas.
La devota se sonrio al concluir su homilia, acontecimiento rarisimo que
hubiera sorprendido a todos, si la preocupacion de aquellos momentos
les hubiera permitido repararlo. El joven vio aquella sonrisa en la
boca de la que juzgaba santa (y lo era), y le parecio la cosa mas
natural del mundo. Se sintio aligerado de un gran peso, respiro
tranquilo ante aquella profesion de bondad e indulgencia, y creyo
asistir al juicio supremo.
--Visto el admirable dictamen de esta santa--dijo Elias, porque es una
santa, Lazaro, entiendelo bien, te quedaras conmigo; pero en
expectativa, en entredicho.
--No admito entredicho: perdon definitivo--dijo la devota.
--Bien: perdonado, pero sujeto a vigilancia. A pesar de la actitud
severa de las dos damas y de su tio, Lazaro experimento cierto descanso
moral en aquella casa. Advirtio a Clara silenciosa y apartada: no alzaba
los ojos, no decia palabra.
Lazaro, siempre que miraba hacia aquel sitio, encontraba los ojos negros
de la devota fijos en el con tenaz atencion.
La escena se hallaba dispuesta de este modo: Paz y Salome estaban
sentadas en la actitud ceremoniosa que les era habitual. A la derecha
tenian a Elias, y Lazaro se hallaba frente a ellas en la postura de un
reo. Detras de las dos viejas, Clara y la devota formaban otro grupo
junto a un pequeno velador que sostenia la lampara, cuya debil luz
iluminaba aquel cuadro. El resplandor daba de lleno en el rostro del
joven: en la sombra quedaban Clara y la devota, y los ojos negros,
profundamente negros de esta, brillaban en el fondo sombrio de la sala
con vivacidad felina. Las dos viejas, que volvian la espalda al segundo
grupo, no veian nada; pero Lazaro, que estaba de frente, notaba la
expresion atentamente curiosa y fascinadora de aquellos dos ojos, y se
preguntaba que podia haber en su fisonomia y en su persona que pudiera
excitar la curiosidad infatigable de aquella senora.
Elias entre tanto no hubiera creido que aquel concilio ecumenico era
decoroso, sin hacer un pomposo elogio de las virtudes de los tres
venerandos restos de la ilustre familia de los Porrenos.
--En verdad, senoras--dijo,--que no se como agradecer tantas bondades.
No se a que debo yo, persona de tan humilde origen, el que usias me
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