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sponia tampoco de medios para hacerlo sentir exageradamente a los demas. Era un senor grueso, bondadoso, de trato campechano: un burgues de Buenos Aires venido a menos que habia pedido un empleo para poder vivir, resignandose a aceptarlo en la Patagonia. Llevaba traje de ciudad, pero con el aditamento de botas altas y gran sombrero, creyendo haber conseguido con esto el aspecto que exigia su cargo. Un revolver bien a la vista de todos, sobre el chaleco, era la unica insignia de su autoridad. Se desprendio el espanol de la mejor silla de su establecimiento, guardada detras del mostrador para las visitas extraordinarias, y el comisario fue a colocarse junto a Manos Duras. Este saludo quitandose el sombrero, pero sin moverse del craneo que le servia de asiento. Los dos hombres conversaron, mientras continuaba el baile. Don Roque empezo a fumar un gran cigarro, ofrecido por el gaucho con ademanes de gran senor. --Hay quien asegura--dijo en voz baja--que eres tu el que robo la semana pasada tres novillos en la estancia de Pozo Verde. Eso no esta en mi jurisdiccion, pues pertenece a Rio Colorado; pero mi companero el comisario de alla sospecha que eres tu el del robo. Manos Duras siguio fumando en silencio, escupio, y dijo al fin: --Calumnias de los que desean que no venda carne al campamento de la Presa. --Le han dicho tambien al gobernador del territorio que eres tu el que mato hace meses a los dos comerciantes turcos. El gaucho levanto los hombros y contesto con frialdad, como si quisiera dar fin a este dialogo: --iMe han atribuido tantos crimenes, sin poder probarme ninguno!... Continuo el baile en el "Almacen del Gallego" hasta las diez de la noche. En un pais donde todos se levantaban con el alba, equivalia esta hora a las de la madrugada, en que terminan las fiestas de las grandes ciudades. Los personajes mas importantes del campamento tampoco dormian. Estaban con la pluma en la mano y el pensamiento muy lejos. El ingeniero Canterac, apoyando un codo en su mesa y con los ojos entornados, creia ver el remoto Paris y en el una casa vecina al Campo de Marte, cuyo quinto piso estaba ocupado por su esposa y sus hijos. Era una senora de aspecto triste, con el pelo canoso y el rostro todavia fresco. A sus lados estaban sentadas dos ninas. Un muchacho de catorce anos, su hijo mayor, de pie ante ella, escuchaba sus palabras... Y la madre acababa por mostrarles sobre el canape de su modesto salon un re
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