as casas se veian
arriba suspendidas, al parecer, como nido de buitre en lo alto de la
eminencia. Ella se sintio sin fuerzas para escalar aquello; no
distinguia senda alguna, ni habia alli nada que indicase el paso de
seres humanos. No se oia voz alguna, sino de tiempo en tiempo, y
resonando muy lejos, gritos de mujeres. Los gritos resonaban como si
una bandada de aves, con palabra humana, se cerniera graznando en lo
mas alto del cielo. De repente oyose una voz infantil que venia de
abajo. Era una nina que subia sola, y cantando, por la calle de
Segovia, dirigiendose a la Moreria. Clara vio con asombro que la nina,
sin cesar de cantar, subia la cuesta y trepaba, encontrando una vereda
entre tantos escombros. Se levanto e intento seguirla. La nina no la
vio y marchaba delante muy alegre, al parecer. Pero de pronto advirtio
el ruido de los pasos de la que la seguia; volviose; vio aquel bulto
que en medio de la noche andaba tras ella, y lanzandose en subita
carrera empezo a gritar: iMadre, madre: brujas, brujas!
La huerfana sintio entonces mas claros los gritos de las mujeres, y
llego tambien a creer que habia brujas por alli. Las mujeres parecia
como que bajaban, y sus voces confusas y discordantes semejaban el
altercado frenetico de una horda de eumenides. Retrocedio Clara y volvio
a bajar, estando a punto de resbalar y caer algunas veces. Hallose de
nuevo en la calle de Segovia, y entonces los gritos femeninos llegaban a
sus oidos como si la horda de aves con palabra humana hubiera levantado
el vuelo tornando a las altas regiones.
Empezo a llover: caian gotas muy gruesas, que la imaginacion
calenturienta de la huerfana sentia en el piso como si este fuera una
caja sonora. La lluvia aumentaba; las gotas caian con extraordinaria
rapidez, dejando en las piedras un disco obscuro, semejante a una pieza
de dos cuartos que, repetidos infinitamente, concluyeron por tenir de
negro reluciente todas las piedras. Clara se arropo; apoyose en una gran
piedra sillar que alli habia, y, con el alma agotada ya, miro al cielo
buscando la luna, una estrella, cualquier cosa que no fuera negra y
horrible, cualquier cosa que no hubiera visto aquella noche en otra
parte; pero no vio ni estrella ni luna: tan solo alla abajo, en la
direccion del puente y en el horizonte que tras la otra orilla del
Manzanares se dibuja, vio una lumbre rojiza, esa claridad violenta de
encendido color, que es en noches tempestuosas como una fiebre del
cielo. Se
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