s se deriva casi toda esta historia; y por tan importantes
y graves, las dejamos para el capitulo siguiente, donde las vera el
lector, si esta decidido a no abandonarnos.
CAPITULO VI
#El sobrino de Coletilla.#
Marta, la hermana de Elias, habia quedado viuda con un hijo llamado
Lazaro, que despues de estudiar Humanidades en Tudela, paso a la
Universidad de Zaragoza. Era este un mozo como de veintitres a
veinticinco anos, de agradable presencia, de ingenio muy precoz, de
imaginacion viva, de palabra facil y difusa, muy impresionable y
vehemente, y de recto y noble corazon.
Las nuevas ideas, que entonces conmovian profundamente el corazon de la
juventud, habian hallado en el joven Lazaro un creyente decidido. Era
uno de los que, brotados en el tumulto de un aula de Filosofia militaban
con pasion generosa en las filas de los propagadores politicos, entonces
tan necesarios.
Sucedio que los estudiantes zaragozanos trabaron una pendencia con los
socios de cierto club politico; el asunto tomo proporciones, intervino
la autoridad universitaria, y Lazaro se vio obligado a salir de
Zaragoza, perdiendo curso. Esto pasaba en los dias en que, destituido
Riego del mando de capitan general de Aragon, hubo en aquella ciudad
tumultos y manifestaciones, que el Gobierno quiso reprimir. Lazaro, que
estaba a punto de concluir la carrera, conocio la gravedad de su
situacion y el disgusto que tendrian su madre y su abuelo, a quienes
amaba mucho. Quiso reclamar, pero fue inutil, y tuvo que retirarse a su
pueblo, triste, avergonzado y lleno de dudas y temores.
Pero al entrar en su casa, agitado por la zozobra y los remordimientos,
vio en compania de su madre a una persona desconocida que desde el
primer momento le produjo una secreta impresion de alegria,
imponiendole, sin saber por que, consuelo y esperanza. Confeso lo que le
pasaba, sin disminuir la gravedad del caso, por lo cual don Fermin, su
abuelo paterno, se puso serio y quiso enfadarse, y su madre lloro un
poco. Pero la persona desconocida, que parecia estar alli para alegrar
la casa, disipo la colera del primero y seco las lagrimas de la
segunda, mientras Lazaro, con la cabeza baja y humedecidos los ojos,
permanecia inmovil delante de sus jueces y de su defensor sin decir
palabra, aunque a la verdad no era preciso, porque la joven le defendia
muy bien sin desplegar gran elocuencia, ni emplear otros recursos que su
claro y natural sentido, su acrisolado y gener
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