de rostro palido y redondo, joven aun, con ojos azules
y mirada vaga de miope, aparecio en la puerta. Todos se levantaron. La
marquesa de Alcudia avanzo rapidamente y fue a besarle la mano. Detras
de ella hicieron lo mismo sus hijas, Mariana y las demas senoras de la
tertulia.
--Buenas tardes, padre--. Buenos ojos le vean, padre--. Sientese aqui,
padre.--No, ahi no, padre; vengase cerca del fuego.
El sexo masculino le fue dando la mano con afectuoso respeto. La voz del
sacerdote, al preguntar o responder en los saludos era suave, casi de
falsete, como si en la pieza contigua hubiese un enfermo; su sonrisa era
triste, protectora, insinuante. Parecia que le habian arrancado a su
celda y a sus libros con gran trabajo, que entraba alli con repugnancia,
solo por hacer algun bien con el contacto de su sabia y virtuosisima
persona a aquellos buenos senores de Calderon, de quienes era director
espiritual. Sus habitos y sotana eran finos y elegantes; los zapatos de
charol con hebilla de plata; las medias de seda.
Le dieron la enhorabuena calurosamente por una oracion que habia
pronunciado el dia anterior en el oratorio del Caballero de Gracia. El
se contento con sonreir y murmurar dulcemente:
--Densela a ustedes, senoras, si han sacado algun fruto.
El padre Ortega no era un clerigo vulgar, al menos en la opinion de la
sociedad elegante de la corte, donde tenia mucho partido. Sin pecar de
entremetido frecuentaba las casas de las personas distinguidas. No le
gustaba hacer ruido ni llamar la atencion de las tertulias sobre si. No
daba ni admitia bromas, ni tenia el temperamento abierto y jaranero que
suele caracterizar a los sacerdotes que gustan del trato social. Si era
intrigante, debia de serlo de un modo distinto de lo que suele verse en
el mundo. Discreto y afable, humilde, grave y silencioso cuando se
hallaba en sociedad, procurando borrar y confundir su personalidad
entre las demas, adquiria relieve cuando subia a la catedra del Espiritu
Santo, lo que hacia a menudo. Alli se expresaba con desenfado y
verbosidad sorprendentes. No lograba conmover al auditorio ni lo
pretendia, pero demostraba un talento claro y una ilustracion poco comun
en su clase. Porque era de los poquisimos sacerdotes que estaban al
tanto de la ciencia moderna, o al menos semejaba estarlo. En vez de las
platicas morales que se usan y de las huecas y disparatadas
declamaciones de sus colegas contra la ciencia y la razon, los sermones
de nuestro e
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