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imos por menos de permanecer inmoviles al ver adelantarse con paso firme e igual un hombre de elevada estatura, completamente armado de la cabeza al pie y cubierto el rostro con la visera del casco, el cual, desnudando su montante, que dos hombres podrian apenas manejar, y poniendole[1] sobre uno de los carcomidos fragmentos de las rotas arcadas, exclamo con una voz hueca y profunda, semejante al rumor de una caida de aguas subterraneas: [Footnote 1: poniendole. See p. 66, note 1.] --Si alguno de vosotros se atreve a ser el primero, mientras yo habite en el castillo del Segre, que tome esa espada, signo del poder. Todos guardamos silencio, hasta que, transcurrido el primer momento de estupor, le proclamamos a grandes voces nuestro capitan, ofreciendole una copa de nuestro vino, la cual rehuso por senas, acaso por no descubrirse la faz, que en vano procuramos distinguir a traves de las rejillas de hierro que la ocultaban a nuestros ojos. No obstante, aquella noche pronunciamos el mas formidable de los juramentos, y a la siguiente dieron principio nuestras nocturnas correrias. En ellas nuestro misterioso jefe marchaba siempre delante de todos. Ni el fuego le ataja, ni los peligros le intimidan, ni las lagrimas le conmueven: Nunca despliega sus labios; pero cuando la sangre humea en nuestras manos, como cuando los templos se derrumban calcinados por las llamas: cuando las mujeres huyen espantadas entre las ruinas, y los ninos arrojan gritos de dolor, y los ancianos perecen a nuestros golpes, contesta con una carcajada de feroz alegria a los gemidos, a las imprecaciones y a los lamentos. Jamas se desnuda de sus armas ni abate la visera de su casco despues de la victoria, ni participa del festin, ni se entrega al sueno. Las espadas que le hieren se hunden entre las piezas de su armadura, y ni le causan la muerte, ni se retiran tenidas en sangre; el fuego enrojece su espaldar y su cota, y aun prosigue impavido entre las llamas, buscando nuevas victimas; desprecia el oro, aborrece la hermosura, y no le inquieta la ambicion. Entre nosotros, unos le creen un extravagante; otros un noble arruinado, que por un resto de pudor se tapa la cara; y no falta quien se encuentra convencido de que es el mismo diablo en persona. El autor de esas revelaciones murio con la sonrisa de la mofa en los labios y sin arrepentirse de sus culpas; varios de sus iguales le siguieron en diversas epocas al suplicio; pero el temible jefe,
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