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brenas!--iHacia el monte!_ Teobaldo, al anuncio de la deseada res,
corrio a las puertas del santuario, ebrio de alegria; tras el fueron
sus servidores, y con sus servidores los caballos y los lebreles.
VI
--iPor donde va el jabali? pregunto el baron subiendo a su corcel, sin
apoyarse en el estribo ni desarmar la ballesta.--Por la canada que se
extiende al pie de esas colinas, le respondieron. Sin escuchar la
ultima palabra, el impetuoso cazador hundio su acicate de oro en el
ijar del caballo, que partio al escape. Tras el partieron todos.
Los habitantes de la aldea, que fueron los primeros en dar la voz de
alarma, y que al aproximarse el terrible animal se habian guarecido en
sus chozas, asomaron timidamente la cabeza a los quicios de sus
ventanas; y cuando vieron desaparecer la infernal comitiva por entre
el follaje de la espesura, se santiguaron en silencio.
VII
Teobaldo iba delante de todos. Su corcel, mas ligero o mas castigado
que los de sus servidores, seguia tan de cerca a la res, que dos o
tres veces, dejandole la brida sobre el cuello al fogoso bruto, se
habia empinado sobre los estribos, y echadose al hombro la ballesta
para herirlo. Pero el jabali, al que solo divisaba a intervalos entre
los espesos matorrales, tomaba a desaparecer de su vista para
mostrarsele de nuevo fuera del alcance de su armas.
Asi corrio muchas horas, atraveso las canadas del valle y el pedregoso
lecho del rio, e internandose en un bosque inmenso, se perdio entre
sus sombrias revueltas, siempre fijos los ojos en la codiciada res,
siempre creyendo alcanzarla, siempre viendose burlado por su agilidad
maravillosa.
VIII
Por ultimo, pudo encontrar una ocasion propicia; tendio el brazo y
volo la saeta, que fue a clavarse temblando en el lomo del terrible
animal, que dio un salto y un espantoso bufido.--iMuerto esta! exclama
con un grito de alegria el cazador, volviendo a hundir por la
centesima vez el acicate en el sangriento ijar de su caballo; imuerto
esta! en balde huye. El rastro de la sangre que arroja marca su
camino. Y esto diciendo, comenzo a hacer en la bocina la senal del
triunfo para que la oyesen sus servidores.
En aquel instante el corcel se detuvo, flaquearon sus piernas, un
ligero temblor agito sus contraidos musculos, cayo al suelo
desplomado, arrojando por la hinchada nariz cubierta de espuma un cano
de sangre.
Habia muerto de fatiga, habia muerto cuando la carrera del herido
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