verdura y sembradas de blancos caserios; desiertos sin limites, donde
hervian las arenas calcinadas por los rayos de un sol de fuego; vastas
soledades, llanuras inmensas, regiones de eternas nieves, donde los
gigantescos tempanos asemejaban, destacandose sobre un cielo gris y
obscuro, blancos fantasmas que extendian sus brazos para asirle por
los cabellos al pasar; todo esto, y mil y mil otras cosas que yo no
podre deciros, vio en su fantastica carrera, hasta tanto que envuelto
en una niebla obscura; dejo de percibir el ruido que producian los
cascos del caballo al herir la tierra.
* * * * *
I
Nobles caballeros, sencillos pastores, hermosas ninas que escuchais mi
relato, si os maravilla lo que os cuento, no creais que es una fabula
tejida a mi antojo para sorprender vuestra credulidad; de boca en boca
ha llegado hasta mi esta tradicion, y la leyenda del sepulcro[1] que
aun subsiste en el monasterio de Montagut, es un testimonio
irrecusable de la veracidad de mis palabras.
[Footnote 1: la leyenda del sepulcro. See p. 140, note 1.]
Creed, pues, lo que he dicho, y creed lo que aun me resta por decir,
que es tan cierto como lo anterior, aunque mas maravilloso. Yo podre
acaso adornar con algunas galas de la poesia el desnudo esqueleto de
esta sencilla y terrible historia, pero nunca me apartare un punto de
la verdad a sabiendas.
II
Cuando Teobaldo dejo de percibir las pisadas de su corcel y se sintio
lanzado en el vacio, no pudo reprimir un involuntario estremecimiento
de terror. Hasta entonces habia creido que los objetos que se
representaban a sus ojos eran fantasmas de su imaginacion, turbada por
el vertigo, y que su corcel corria desbocado, es verdad, pero corria,
sin salir del termino de su senorio. Ya no le quedaba duda de que era
el juguete de un poder sobrenatural que le arrastraba sin que supiese
a donde, a traves de aquellas nieblas obscuras, de aquellas nubes de
formas caprichosas y fantasticas, en cuyo seno, que se iluminaba a
veces con el resplandor de un relampago, creia distinguir las
hirvientes centellas, proximas a desprenderse.
El corcel corria, o mejor dicho nadaba en aquel oceano de vapores
caliginosos y encendidos, y las maravillas del cielo ro comenzaron a
desplegarse unas tras otras ante los espantados ojos de su jinete.
III
Cabalgando sobre las nubes, vestidos de luengas tunicas con orlas de
fuego, suelta al huracan la encendi
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