der su misterio, si misterio en ellas habia, me
levantaba poco a poco y aplicaba el oido a los intersticios de la
ferrada puerta de su calabozo; ni un rumor se percibia.
En vano procure observarlas a traves de un pequenio agujero producido
en el muro; arrojadas sobre un poco de paja y en uno de los mas
obscures rincones, permanecian un dia y otro descompuestas e
inmoviles.
Una noche, por ultimo, aguijoneado por la curiosidad y deseando
convencerme por mi mismo de que aquel objeto de terror nada tenia de
misterioso, encendi una linterna, baje a las prisiones, levante sus
dobles aldabas, y no cuidando siquiera--tanta era mi fe en que todo no
pasaba de un cuento--de cerrar las puertas tras mi, penetre en el
calabozo. Nunca lo hubiera hecho; apenas anduve algunos pasos, la luz
de mi linterna se apago por si sola, y mis dientes comenzaron a
chocar, y mis cabellos a erizarse. Turbando el profundo silencio que
me rodeaba, habia oido como un ruido de hierros, que se removian y
chocaban al unirse entre las sombras.
Mi primer movimiento fue arrojarme a la puerta para cerrar el paso,
pero al asir sus hojas, senti sobre mis hombros una mano formidable
cubierta-con un guantelete, que despues de sacudirme con violencia me
derribo sobre el dintel. Alli permaneci hasta la manana siguiente, que
me encontraron mis servidores falto de sentido, y recordando solo que
despues de mi caida, habia creido percibir confusamente como unas
pisadas sonoras, al compas de las cuales resonaba un rumor de
espuelas, que poco a poco se fue alejando hasta perderse.
Cuando concluyo el alcaide, reino un silencio profundo, al que siguio
luego un infernal concierto de lamentaciones, gritos y amenazas.
Trabajo costo a los mas pacificos el contener al pueblo que, furioso
con la novedad, pedia a grandes voces la muerte del curioso autor de
su nueva desgracia.
Al cabo logrose apaciguar el tumulto, y comenzaron a disponerse a una
nueva persecution. Esta obtuvo tambien un resultado satisfactorio.
Al cabo de algunos dias, la armadura volvio a encontrarse en poder de
sus perseguidores. Conocida la formula, y mediante la ayuda de San
Bartolome,[1] la cosa no era ya muy dificil.
[Footnote 1: San Bartolome. See p. 29, note 2.]
Pero aun quedaba algo por hacer: pues en vano, a fin de sujetarlo, lo
colgaron de una horca; en vano emplearon la mas exquisita vigilancia
con el objeto de quitarle toda ocasion de escaparse por esos mundos.
En cuanto las desu
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