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omenzo a rezar; todos los comensales hicieron lo mismo, menos el extranjero a quien advirtio Martin de su olvido y que, al darse cuenta, se quito apresuradamente la gorra. En el transcurso de la cena, el hombre bajito hablo mas que nadie. Era navarro de la Ribera. Tenia un tipo repulsivo, chato, de mirada oblicua, pomulos salientes, la boina pequena echada sobre los ojos, como si instintivamente quisiera ocultar su mirada. Defendia la conducta del cabecilla asesino Rosas Samaniego, que estaba entonces preso en Estella, y le parecia poca cosa el echar a los hombres por la sima de Igusquiza, tratandose de liberales y de hombres que blasfemaban de su Dios y de su religion. Conto el tal viejo varias historias de la guerra carlista anterior. Una de ellas era verdaderamente odiosa y cobarde. Una vez cerca de un rio, yendo con la partida, se encontraron con diez o doce soldados jovencitos que lavaban sus camisas en el agua. --A bayonetazos acabamos con todos--dijo el hombre sonriendo, luego anadio hipocritamente--Dios nos lo habra perdonado. Durante la cena, el repulsivo viejo estuvo contando hazanas por el estilo. Aquel tipo miserable y siniestro era fanatico, violento y cobarde, se recreaba contando sus fechorias, manifestaba crueldad bastante para disimular su cobardia, tosquedad para darla como franqueza y ruindad para darle el caracter de habilidad. Tenia la doble bestialidad de ser fanatico y de ser carlista. Este desagradable y antipatico personaje se puso despues a clasificar los batallones carlistas segun su valor; primero eran los navarros, como era natural, siendo el navarro, luego los castellanos, despues los alaveses, luego los guipuzcoanos y al ultimo los vizcainos. Por el curso de la conversacion se veia que habia alla un ambiente de odios terribles; navarros, vascongados, alaveses, aragoneses y castellanos se odiaban a muerte. Todo ese fondo cabileno que duerme en el instinto provincial espanol estaba despierto. Unos se reprochaban a otros el ser cobardes, granujas y ladrones. Martin se ahogaba en aquel antro, y sin tomar el postre, se levanto de la mesa para marcharse. El extranjero le siguio y salieron los dos a la calle. Lloviznaba. En algunas tabernas obscuras, a la luz de un quinque de petroleo, se veian grupos de soldados. Se oia el rasguear de la guitarra; de cuando en cuando una voz cantaba la jota, en la calle negra y silenciosa. --Ya me esta a mi cargando esta cancion estolida--mur
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