o.
--No podia caminar--exclamo, en conclusion.
Old no entendio a que se referia. Milk agrego:
--Hay muchos piques.
Esta vez el cachorro comprendio. Y repuso por su cuenta, despues de
largo rato:
--Hay muchos piques.
Callaron de nuevo, convencidos.
El sol salio, y en el primer bano de luz, las pavas del monte lanzaron
al aire puro el tumultuoso trompeteo de su charanga. Los perros,
dorados al sol oblicuo, entornaron los ojos, dulcificando su molicie
en beato pestaneo. Poco a poco, la pareja aumento con la llegada de
los otros companeros: Dick, el taciturno preferido; Prince, cuyo labio
superior, partido por un coati, dejaba ver dos dientes, e Isondu, de
nombre indigena. Los cinco fox-terriers, tendidos y muertos de
bienestar, durmieron.
Al cabo de una hora irguieron la cabeza; por el lado opuesto del
bizarro rancho de dos pisos--el inferior de barro y el alto de madera,
con corredores y baranda de chalet--habian sentido los pasos de su
dueno que bajaba la escalera. Mister Jones, la toalla al hombro, se
detuvo un momento en la esquina del rancho y miro el sol, alto ya.
Tenia aun la mirada muerta y el labio pendiente, tras su solitaria
velada de whisky, mas prolongada que las habituales.
Mientras se lavaba, los perros se acercaron y le olfatearon las botas,
meneando con pereza el rabo. Como las fieras amaestradas, los perros
conocen el menor indicio de borrachera en su amo. Se alejaron con
lentitud a echarse de nuevo al sol. Pero el calor creciente les hizo
presto abandonar aquel por la sombra de los corredores.
El dia avanzaba igual a los precedentes de todo ese mes; seco,
limpido, con catorce horas de sol calcinante que parecia mantener en
fusion el cielo, y que en un instante resquebrajaba la tierra mojada
en costras blanquecinas. Mister Jones fue a la chacra, miro el trabajo
del dia anterior y retorno al rancho. En toda esa manana no hizo nada.
Almorzo y subio a dormir la siesta.
Los peones volvieron a las dos a la carpicion, no obstante la hora de
fuego, pues los yuyos no dejaban el algodonal. Tras ellos fueron los
perros, muy amigos del cultivo, desde que el invierno pasado habian
aprendido a disputar a los halcones los gusanos blancos que levantaba
el arado. Cada uno se echo bajo un algodonero, acompanando con su
jadeo los golpes sordos de la azada.
Entretanto el calor crecia. En el paisaje silencioso y encegueciente
de sol, el aire vibraba a todos lados, danando la vista. La tierra
remo
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