uezo de caballo.
Caminando, comiendo, curioseando, el alazan y el malacara cruzaron la
capuera hasta que un alambrado los detuvo.
--Un alambrado,--dijo el alazan.
--Si, alambrado,--asintio el malacara. Y ambos, pesando la cabeza
sobre el hilo superior, contemplaron atentamente. Desde alli se veia
un alto pastizal de viejo rozado, blanco por la helada; un bananal y
una plantacion nueva. Todo ello poco tentador, sin duda; pero los
caballos entendian ver eso, y uno tras otro siguieron el alambrado a
la derecha.
Dos minutos despues pasaban: un arbol, seco en pie por el fuego, habia
caido sobre los hilos. Atravesaron la blancura del pasto helado en que
sus pasos no sonaban, y bordeando el rojizo bananal, quemado por la
escarcha, vieron entonces de cerca que eran aquellas plantas nuevas.
--Es yerba,--constato el malacara, haciendo temblar los labios a medio
centimetro de las hojas coriaceas. La decepcion pudo haber sido
grande; mas los caballos, si bien golosos, aspiraban sobre todo a
pasear. De modo que cortando oblicuamente el yerbal, prosiguieron su
camino, hasta que un nuevo alambrado contuvo a la pareja. Costearonlo
con tranquilidad grave y paciente, llegando asi a una tranquera,
abierta para su dicha, y los paseantes se vieron de repente en pleno
camino real.
Ahora bien, para los caballos, aquello que acababan de hacer tenia
todo el aspecto de una proeza. Del potrero aburridor a la libertad
presente, habia infinita distancia. Mas por infinita que fuera, los
caballos pretendian prolongarla aun, y asi, despues de observar con
perezosa atencion los alrededores, quitaronse mutuamente la caspa del
pescuezo, y en mansa felicidad prosiguieron su aventura.
El dia, en verdad, favorecia tal estado de alma. La bruma matinal de
Misiones acababa de disiparse del todo, y bajo el cielo subitamente
puro, el paisaje brillaba de esplendorosa claridad. Desde la loma,
cuya cumbre ocupaban en ese momento los dos caballos, el camino de
tierra colorada cortaba el pasto delante de ellos con precision
admirable, descendia al valle blanco de espartillo helado, para tornar
a subir hasta el monte lejano. El viento, muy frio, cristalizaba aun
mas la claridad de la manana de oro, y los caballos, que sentian de
frente el sol, casi horizontal todavia, entrecerraban los ojos al
dichoso deslumbramiento.
Seguian asi, solos y gloriosos de libertad en el camino encendido de
luz, hasta que al doblar una punta de monte, vieron a orillas del
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