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evando en cada extremo una atravesada. A los diez segundos de concluida se embarcaron. Y la hangadilla, arrastrada a la deriva, entro en el Parana. Las noches son esa epoca excesivamente frescas, y los dos mensu, con los pies en el agua, pasaron la noche helados, uno junto al otro. La corriente del Parana que llegaba cargado de inmensas lluvias, retorcia la jangada en el borbollon de sus remolinos, y aflojaba lentamente los nudos de isipo. En todo el dia siguiente comieron dos chipas, ultimo resto de provision, que Podeley probo apenas. Las tacuaras taladradas por los tambus se hundian, y al caer la tarde, la jangada habia descendido a una cuarta del nivel del agua. Sobre el rio salvaje, encajonado en los lugubres murallones de bosque, desierto del mas remoto iay!, los dos hombres, sumergidos hasta la rodilla, derivaban girando sobre si mismos, detenidos un momento inmoviles ante un remolino, siguiendo de nuevo, sosteniendose apenas sobre las tacuaras casi sueltas que se escapaban de sus pies, en una noche de tinta que no alcanzaban a romper sus ojos desesperados. El agua llegabales ya al pecho cuando tocaron tierra. ?Donde? No sabian... un pajonal. Pero en la misma orilla quedaron inmoviles, tendidos de espaldas. Ya deslumbraba el sol cuando despertaron. El pajonal se extendia veinte metros tierra adentro, sirviendo de litoral a rio y bosque. A media cuadra al sur, el riacho Paranai, que decidieron vadear cuando hubieran recuperado las fuerzas. Pero estas no volvian tan rapidamente como era de desear, dado que los cogollos y gusanos de tacuara son tardos fortificantes. Y durante veinte horas la lluvia transformo al Parana en aceite blanco, y al Paranai en furiosa avenida. Todo imposible. Podeley se incorporo de pronto chorreando agua, apoyandose en el revolver para levantarse, y apunto. Volaba de fiebre. --iPasa, ana!... Caye vio que poco podia esperar de aquel delirio, y se inclino disimuladamente para alcanzar a su companero de un palo. Pero el otro insistio: --iAnda al agua! iVos me trajiste! iBandea el rio! Los dedos lividos temblaban sobre el gatillo. Caye obedecio; dejose llevar por la corriente, y desaparecio tras el pajonal, al que pudo abordar con terrible esfuerzo. Desde alli, y de atras, acecho a su companero, recogiendo el revolver caido; pero Podeley yacia de nuevo de costado, con las rodillas recogidas hasta el pecho, bajo la lluvia incesante. Al aproximarse Caye alzo la cabeza
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