arse molesta en el coche, moviendo la
hermosa cabeza ora a un lado, ora a otro, con visibles deseos de
apearse. Mas no lo hizo hasta llegar a San Jose, frente a cuya iglesia
hizo parar y bajo, pasando por delante de su perseguidor con una
expresion de fiero desden capaz de anonadarle.
O muy temerario era o muy poca vergueenza debia de tener este cuando
salto a la calle en pos de ella y comenzo a seguirla por la del
Caballero de Gracia, caminando por la acera contraria para mejor
disfrutar de la figura que tanto le apasionaba. La dama seguia
lentamente su marcha haciendo volver la cabeza a cuantos hombres
cruzaban a su lado. Era su paso el de una diosa que se digna bajar por
un momento del trono de nubes para recrear y fascinar a los mortales,
que al mirarla se embebian y daban fuertes tropezones.
--iMadre mia del Amparo, que mujer!--exclamo en voz alta un cadete
agarrandose a su companero como si fuese a desmayarse del susto.
La hermosa no pudo reprimir una levisima sonrisa, a cuya luz se pudo
percibir mejor la peregrina belleza de que estaba dotada. En carruaje
descubierto bajaban dos caballeros que le dirigieron un saludo
reverente, al cual respondio ella con una imperceptible inclinacion de
cabeza. Al llegar a la esquina, en la misma red de San Luis, se detuvo
vacilante, miro a todas partes, y percibiendo otra vez al rubio mancebo
le volvio la espalda con ostensible desprecio y comenzo a descender con
mas prisa por la calle de la Montera, donde su presencia causo entre los
transeuntes la misma emocion. Tres o cuatro veces se detuvo delante de
los escaparates aunque se advertia que mas que por curiosidad se paraba
por el estado nervioso en que la persecucion tenaz del jovencito la
habia puesto. Cerca de la Puerta del Sol, sin duda para huirla,
resolviose a entrar en la joyeria de Marabini. Sentose con negligencia
en una silla, levanto un poquito el velo del sombrero y se puso a
examinar con distraccion las joyas recien llegadas que el dependiente de
la tienda fue exhibiendo. Era lo peor que pudo hacer para librarse de
las miradas de su adolescente adorador. Porque este, con toda comodidad,
sobre seguro, se las enfilaba por los cristales del escaparate con una
insistencia que la encolerizaba cada vez mas.
La verdad es que aquella tiendecita primorosamente adornada, donde
brillaban por todas partes los metales y las piedras preciosas, era
digno aposento para la bella; el estuche que mejor convenia a joya tan
del
|