violencia, para
que no saltaran los tapones del bote. Yo miraba a Recalde, y Recalde
miraba el agujero enorme del Izarra, que iba haciendose mas grande a
medida que nos acercabamos.
Veia el terror representado en los ojos de mi companero. La sima abria
ante nosotros su boca llena de espumas. Me esforce en hablar
tranquilamente a Recalte y en convencerle de que toda la fantasmagoria
atribuida a la gruta era solo para asustar a los chiquillos.
Cuando yo me volvi me quede sobrecogido. Aquello parecia la puerta de
una inmensa catedral irregular edificada sobre el agua. Dos grandes
lajas de pizarra negra la limitaban. Nos acercamos; nuestro estupor
aumentaba.
Fuimos bordeando algunas rocas de la entrada de la cueva: extranos y
fantasticos centinelas. Recalde, en el fondo mucho mas supersticioso que
yo, no queria mirar. Cuando le inste para que contemplara el interior de
la gruta, me dijo rudamente:
--iDejame!
Yo, al ver aquella decoracion, comence a perder el miedo. Miraba con una
curiosidad redoblada. El momento de acercarnos a la entrada fue para
nosotros solemne. Dentro de la gruta negra todo era blanco; parecia que
habian metido en aquella oquedad los huesos de un megaterio grande como
una montana; unas rocas tenian figura de tibias y metacarpos, de
vertebras y esfenoides; otras parecian agujas solitarias, obeliscos,
chimeneas, pedestales sobre los que se adivinaba el perfil de un hombre
y de un pajaro; otras, roidas, tenian el aspecto de verdaderos encajes
de piedra formados por el mar.
Las nubes, al pasar por el cielo aclarando u obscureciendo la boca de la
cueva, cambiaban aparentemente la forma de las cosas.
Era un espectaculo de pesadilla, de una noche de fiebre.
El mar hervia en el interior de aquella espelunca, y la ola producia el
estruendo de un canonazo, haciendo retemblar las entranas del monte.
Recalde estaba aterrado, demudado.
--Es la puerta del infierno--dijo en vascuence, en voz baja, y se
santiguo varias veces.
Yo le dije que no tuviera miedo; no nos pasaba nada. El me miro, algo
asombrado de mi serenidad.
--?Que hacemos?--murmuro.
--?No habra sitio donde atracar?--le pregunte.
Las paredes, hasta bastante altura, eran lisas. Recalde, que las miraba
desesperadamente, vio una especie de plataforma, que seguia formando una
cornisa, a unos tres metros de altura sobre el agua.
Nos acercamos a ella.
--A ver si cuando estemos cerca puedes saltar arriba--me dijo Recalde.
Er
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