s mancebos, que hacian prorrumpir
en rugidos de gozo barbaro a sus companeros. Uno de los mas salvajes y
pringosos vertio en su oido, al cruzar, una de esas brutalidades que
enrojeceria subito el cutis terso de una _miss_ inglesa y le haria
llamar al _policeman_ y hasta quiza pedir una indemnizacion. Pero
nuestra valiente espanola, curada de melindres, no pestaneo siquiera:
con el mismo paso menudo y vacilante de quien pisa pocas veces el polvo
de la calle, continuo su carrera triunfal. Porque lo era a no dudarlo.
Nadie podia mirarla sin sentirse poseido de admiracion, mas aun que por
su lujoso arreo, por la belleza severa de su rostro y la gallardia de la
figura. Llegaria bien a los treinta y cinco anos. El tipo de su rostro
extremadamente original. La tez, morena bronceada; los ojos azules; los
cabellos de un rubio ceniciento. Pocas veces se ve tan extrana mezcla de
razas opuestas en un semblante. Si a alguna se inclinaba era a la
italiana, donde tal que otra, suele aparecer esta clase de figuras que
semejan _ladies_ inglesas cocidas por el sol de Napoles. En ciertos
cuadros de Rafael hay algunas que pueden dar idea de la de nuestra dama.
La expresion predominante de su rostro en aquel momento era la de un
orgulloso desden. A esto contribuia quiza la luz del sol, que le
obligaba a fruncir su frente tersa y delicada. Hay que confesarlo; en
aquel rostro no habia dulzura. Debajo de sus lineas correctas y firmes
se adivinaba un espiritu altivo, sin ternura. Aquellos ojos azules no
eran los serenos y limpidos que sirven de complemento adorable a ciertas
fisonomias virginales que pueden admirarse alguna vez en nuestro pais y
mas a menudo en el norte de Europa. Estaban hechos, sin duda, para
expresar un tropel de vivas y violentas pasiones. Quiza alguna vez
tocara su turno al amor ardiente y apasionado, pero nunca al humilde y
mudo que se resigna a morir ignorado. Llevaba en la cabeza un sombrero
apuntado, de color rojo, con pequeno y claro velo, rojo tambien, que le
llegaba solamente a los labios Los reflejos de este velo contribuian a
dar al rostro el matiz extrano que impresionaba a los que a su lado
cruzaban. Vestia rico abrigo de pieles, con traje de seda del color del
sombrero, cubierta la falda por otra de tul o granadina, que era por
entonces la ultima moda.
Llevaba, como hemos dicho, el manguito levantado a la altura de los
ojos: estos posados en el suelo, como quien nada tiene que ver ni partir
con lo que a su a
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