l o
cual no habia ido; pero mi madre me disculpaba siempre y, como veia que
me iba poniendo robusto y fuerte, hacia la vista gorda.
Los domingos y los dias de labor que faltabamos a clase soliamos ir al
arenal, nos quitabamos las botas y las medias y andabamos con los pies
descalzos.
Recogiamos conchas, trozos de espuma de mar, _mangos de cuchillo_ y
piedrecitas negras, amarillas, rosadas, pulidas y brillantes.
Al anochecer saltaban los pulgones en el arenal, y los agujeros redondos
del solen echaban burbujas de aire cuando pasaba por encima de ellos la
ligera capa de agua de una ola.
Alguna vez logramos ver ese molusco, que nosotros llamabamos en
vascuence _deituba_ y que no se por que deciamos que solia
estrangularse. Para hacerle salir de su escondrijo habia que echarle un
poco de sal.
El que tenia mas suerte para los descubrimientos era Zelayeta; el
encontraba la estrella de mar o la concha rara; el veia el pulpo entre
las penas o el delfin nadando entre las olas. Siempre estaba
escudrinandolo todo; su padre, por esta tendencia a registrar, le
llamaba el carabinero.
Los domingos mi madre comenzo a dejarme andar con los camaradas, despues
de hacerme una serie de advertencias y recomendaciones.
Ya, teniendo tiempo por delante, no nos contentabamos con ir al arenal;
subiamos al Izarra y despues ibamos descendiendo a las rocas proximas.
Cuando ya estuvimos acostumbrados a andar entre los penascos, nos
parecio la playa insipida y poco entretenida.
El fin practico de nuestros viajes a las rocas era coger esos cangrejos
grandes y obscuros que aqui llamamos carramarros, y, en otros lados,
centollas y ermitanos.
El monte Izarra, a una de cuyas faldas esta Luzaro, forma como una
peninsula que separa la entrada del puerto de una ensenada bastante
ancha comprendida entre dos puntas: la del Faro y la de las Animas.
El monte Izarra es un promontorio pizarroso, formado por lajas
inclinadas, roidas por las olas. Estos esquistos de la montana se
apartan como las hojas de un libro abierto, y avanzan en el mar dejando
arrecifes, rocas negras azotadas por un inquieto oleaje, y terminan en
una pena alta, negra, de aire misterioso, que se llama Frayburu.
Para hacer nuestras excursiones soliamos reunimos a la mananita en el
muelle, pasabamos por delante del convento de Santa Clara, y por una
calle empinada, con cuatro o cinco tramos de escaleras, saliamos a un
callejon formado por las tapias de unas huertas. Lue
|