go cruzabamos
maizales y vinedos y saliamos mas arriba, en el monte, a descampados
pedregosos con helechos y hayas.
En la punta del Izarra debio de haber en otro tiempo una bateria; aun se
notaba el suelo empedrado con losas del baluarte y el emplazamiento de
los canones. Cerca existia una cueva llena de maleza, donde soliamos
meternos a huronear.
Era un agujero, sin duda hecho en otro tiempo por los soldados de la
bateria, para guarecerse de la lluvia, y que a nosotros nos servia para
jugar a los Robinsones.
El viejo Yurrumendi, un extrano inventor de fantasias, le dijo a
Zelayeta que aquella cueva era un antro donde se guarecia una gran
serpiente con alas, la _Egan suguia_. Esta serpiente tenia garras de
tigre, alas de buitre y cara de vieja. Andaba de noche haciendo
fechorias, sorbiendo la sangre de los ninos, y su aliento era tan
deletereo que envenenaba.
Desde que supimos esto, la cueva nos imponia algun respeto. A pesar de
ello, yo propuse que quemaramos la maleza del interior. Si estaba la
_Egan suguia_ se achicharraria, y si no estaba, no pasaria nada. A
Recalde no le parecio bien la idea. Asi se consolidan las
supersticiones.
La parte alta del Izarra era imponente. Al borde mismo del mar, un
sendero pedregoso pasaba por encima de un acantilado cuyo pie estaba
horadado y formado por rocas desprendidas. Las olas se metian por entre
los resquicios de la pizarra, en el corazon del monte, y se las veia
saltar blancas y espumosas como surtidores de nieve.
Algunos chicos no se atrevian a asomarse alli, de miedo al vertigo; a mi
me atraia aquel precipicio.
Alla abajo, en algunos sitios, las piedras escalonadas formaban como las
graderias de un anfiteatro. En los bancos de este coliseo natural
quedaban, al retirarse la marea, charcos claros, redondos, pupilas
resplandecientes que reflejaban el cielo.
El mismo Yurrumendi aseguraba, segun Zelayeta, que aquellas gradas
estaban hechas para que las sirenas pudieran ver desde alla las carreras
de los delfines, las luchas de los monstruos marinos que pululan en el
inquieto imperio del mar.
El agua, verde y blanca, saltaba furiosa entre las piedras; las olas
rompian en lluvia de espuma, y avanzaban como manadas de caballos
salvajes, con las crines al aire.
Lejos, a media milla de la costa, como el centinela de estos arrecifes,
se levantaba la roca de aspecto tragico, Frayburu.
Los pescadores decian que enfrente de Frayburu, el monte Izarra tenia
una g
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