en esta tierra misteriosa.
No se habia equivocado: eran ratas u otros roedores del bosque de
arbustos.
De nuevo empezaba a adormecerse, cuando un zumbido, que parecia sofocado
voluntariamente, paso varias veces sobre su rostro. Al mismo tiempo le
abanico las mejillas cierta brisa dulce, semejante a la que levantan
unas alas agitandose con suavidad.
--Algun murcielago--volvio a decirse.
Sus ojos creyeron ver en la lobreguez algo mas obscuro aun que pasaba,
flotando en el aire, por encima de su rostro. De este pajaro de la noche
surgieron repentinamente dos puntos de luz, dos pequenos focos de
intensa blancura, iguales a unos ojos hechos con diamantes. Un par de
rayos sutiles pero intensisimos se pasearon a lo largo de su cuerpo,
iluminandole desde la frente hasta la punta de los pies. El ingeniero,
asombrado por el supuesto murcielago, levanto un brazo, abofeteando al
vacio. Instantaneamente, el misterioso volador apago los rayos de sus
ojos, alejandose con un chillido de velocidad forzada que le hizo
perderse a lo lejos en unos cuantos segundos.
Esta visita quito el sueno a Edwin, obligandole a sentarse sobre la
pequena pradera que le servia de cama. Sus ojos pudieron ver entonces
por encima de los matorrales varios puntos de luz que se movian con una
evolucion ritmica, cambiando la intensidad y el color de sus
resplandores.
--Indudablemente son luciernagas--murmuro--; luciernagas de este pais,
distintas a todas las que conozco.
Las habia de una blancura ligeramente azul, como la de los mas ricos
diamantes; otras eran de verde esmeralda, de topacio, de opalo, de
zafiro. Parecia que sobre el terciopelo negro de la noche todas las
piedras preciosas conocidas por los hombres se deslizasen como en una
contradanza. Volaban formando parejas, y sus rayos, al cruzarse, se
esparcian en distintas direcciones.
Gillespie encontraba cada vez mas interesante este desfile aereo; pero
de pronto, como si obedeciesen a una orden, todos los fulgores se
extinguieron a un tiempo. En vano aguardo pacientemente. Parecia que los
insectos luminosos se hubiesen enterado de su presencia al tocar con
algunos de sus rayos la cabeza que surgia curiosa sobre los matorrales.
Paso mucho tiempo sin que la obscuridad volviera a cortarse con la menor
raya de luz, y Edwin sintio el desencanto de un publico cuando se
convence de que es inutil esperar la continuacion de un espectaculo.
Volvio a tenderse, buscando otra vez el sueno; pero, a
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