o una explosion inmensa, ensordecedora, y despues se hizo un profundo
silencio en la dulce serenidad de la tarde, como si el infinito del mar
y el horizonte hubiesen absorbido hasta la ultima vibracion del
atronador desgarramiento. Pero el silencio fue corto. A continuacion,
todo el buque parecio cubrirse de aullidos de dolor, de gritos de
sorpresa, de carreras de gentes enloquecidas por el panico, de ordenes
energicas. Por las dos chimeneas del paquebote se escaparon torrentes
mugidores de humo negro, al mismo tiempo que debajo de la cubierta
empezaba un jadeo ruidoso, igual al estertor de un gigante moribundo.
A partir de este momento, el ingeniero creyo haber caido en un mundo
irreal, en una vida distinta de la ordinaria. Los hechos se sucedieron
con una rapidez desconcertante.
Se vio hablando con un oficial que corria a lo largo de la cubierta
dando gritos a los marineros para que echasen los botes al agua.
--Hemos tocado con la proa una mina flotante--dijo contestando a las
preguntas de Gillespie--. Y si no es una mina, sera un torpedo
abandonado por alguno de los corsarios alemanes que navegaron en el
Pacifico.
Respondio el ingeniero con un gesto de incredulidad. ?Como podian las
corrientes oceanicas arrastrar una mina flotante hasta Australia?...
?Por que raro capricho de la suerte iban ellos a chocar con un torpedo
abandonado por un corsario en la inmensidad del Pacifico?... Oyo que le
hablaban; pero esta vez era un pasajero con el que solo habia cambiado
algunos saludos durante el viaje.
--No creo en la mina ni en el torpedo--dijo este hombre--. Deben haber
embarcado dinamita en Nueva Zelandia o alguna otra materia explosiva. Lo
cierto es que nos vamos a pique irremediablemente.
Gillespie se dio cuenta de que este pasajero decia verdad. El buque
empezaba a hundir su proa y a levantar la popa lentamente. Las olas
invadian ya la parte delantera del buque, llevandose los objetos rotos
por la explosion y los cadaveres despedazados.
Los tripulantes echaban los botes al agua. Los oficiales, ayudados por
algunos pasajeros, todos con su revolver en la diestra, iban
reglamentando el embarco de la gente. Las mujeres y los ninos ocupaban
con preferencia las grandes balleneras; luego embarcaban los hombres por
orden de edad.
Se abstuvo Gillespie de unirse a los grupos que esperaban sobre la
cubierta el momento de huir del buque. Sabia que el, por su juventud y
su vigor, debia ser de los ultimos. Un tranqui
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