iplomaticos y agentes consulares, por mas averiguaciones que
hicieran, no habian podido proporcionar ningun informe, y todo el
mundo consideraba que el Conde habia muerto. Desde sus primeros
anos, don Fabricio habia dado pruebas de un caracter indomable, su
bolsillo fue siempre un pozo sin fondo, y no era secreto para nadie
que sus locuras habian conducido a su madre a un sepulcro prematuro.
Los ojos del Cardenal se empanaron de lagrimas y durante largo
tiempo estuvo pensando a quien nombrar heredero. Sabia que las
llamadas obras de beneficencia poco podrian aprovecharse de una
fortuna que consistia mas bien en objetos de arte que en bienes
materiales, y doliale el alma al pensar que estos fueran a parar a
manos del anonimo e insipido personaje que se llama el Estado.
Decidio por fin legar todo su caudal a algun amigo, y resolvio
hacerlo a favor del Principe de Sant' Andrea, procer bondadoso y
magnanimo Mecenas.
--Instituyo por mi unico y universal heredero, empezaba a dictar el
Cardenal, cuando sono leve toque en una puerta.
--iAdelante! exclamo el Prelado, y aparecio en el umbral un
sirviente vestido de negro. Adelantose este y presento en una
salvilla de plata una tarjeta, que el Principe de la Iglesia tomo
con cierto gesto de enfado. Si al leer en ella: "El Conde Fabricio
de Portinaris" experimento alguna sorpresa, pudo dominarla en
seguida, pues con tono tranquilo dijo al notario:
--Ramponelli, manana terminaremos. Puede Vd. retirarse.
El notario recogio sus papeles, metiolos dentro de un cartapacio, y
con este bajo el brazo, fue a besar el anillo cardenalicio, y salio
de la estancia despues de hacer profunda reverencia.
En seguida ordeno a su camarero:
--iQue pase el Conde!
Don Fabricio de Portinaris rayaba en los cincuenta anos. Era
extraordinariamente delgado y bajo de cuerpo; tenia la nariz
aguilena, el cabello entrecano y el rostro tan lleno de arrugas, que
a primera vista aparecia estar sonriendo continuamente.
Al verlo entrar en el estudio, su tio ni se inmuto ni se puso de
pie: solo dijo secamente, dirigiendo involuntaria mirada al retrato
de Cesar Borgia que pendia en uno de los muros.
--No esperaba veros mas, sobrino. Crei que habiais muerto.
--Aun vivo, Eminencia, repuso el Conde sonriendo, e hizo ademan de
besar la mano del Prelado, pero este la retiro disimuladamente
indicando con ella una butaca cercana. Tomo asiento el Conde, y
despues de unos instantes de embarazoso silenc
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