y al abrir la puerta para marcharse, lo detuvo el
Padre Hurtado diciendole:
--Espere un momento, hermano.
Abandono su escritorio, mojo dos dedos en una pila de agua bendita
que colgaba en la pared, y toco con ellos la mano del obrero,
diciendole carinosamente;
--iVaya con Dios!
El Rector de Carrion de la Vega abrio cuidadosamente el sobre que
acababa de entregarle el portero, y extrajo la misiva del Padre
Hurtado; la leyo, y sin alzar la cabeza, miro al Hermano por encima
de sus espejuelos.
--No entiendo esto, dijo. ?Quien ha traido este papel?
--Un hombre a quien no conozco. Parece obrero.
--?No trae ningun mensaje de palabra?
--Nada me ha dicho, Padre.
--?En donde esta este hombre?
--Espera en la porteria.
--Voy a verle.
Ligeramente contrariado, el corpulento Padre Rodriguez se levanto
trabajosamente de su asiento, no sin dirigir la mirada al cumulo de
cartas que habia sobre el escritorio esperando contestacion, y se
encamino a la porteria.
--Buenas tardes.
--Buenas tardes, Padre, contesto Juan Gonzalez, con el rostro
iluminado por la esperanza.
--?Usted ha traido este billete del Padre Hurtado?
-Si, Senor.
--Y ?nada le indico que me dijera de palabra?
--Nada, Padre.
--Es raro. Haga favor de esperar un momento.
El Rector estaba sorprendido. Que un hombre como el Padre Hurtado
hubiera escrito esas cuantas palabras, tan faltas de sentido comun,
era un absurdo. En las galerias immediatas a la porteria encontro al
Padre Procurador y al Primer Prefecto, quienes, al ver a su
superior, levantaron sus birretes respetuosamente.
--El Padre Hurtado se ha vuelto loco, dijo el Rector sin mas
preambulo.
--iImposible! exclamaron a un tiempo los otros dos.
--Entonces, ?como explican ustedes que me envie este billete?
pregunto, y alargo el papel al Prefecto, quien leyo en voz alta los
siguientes renglones:
--"Estimado Padre Rodriguez: Le ruego se sirva dar cristiana
sepultura al portador de la presente. Su afmo. Hermano en Xto.
_Alonso Hurtado, S.J._"
Hubo un silencio. El Padre Ministro de Espadal, tenido por el hombre
mas cuerdo de la Provincia no podia haber escrito esas palabras.
Instintivamente, los tres religiosos se dirigieron a la porteria
para interrogar a Juan Gonzalez, seguros de que se trataba de
una broma.
Pero Juan Gonzalez, yacia en el suelo, boca arriba, con los ojos muy
abiertos. Dos hilos de sangre negra manchaban su labio superior, y
tenia la mano i
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