a de San Jeronimo, le obligaban a
disimularlo. Fundabanse los que tan feo vicio imputaban al irlandes, en
que cuando pasaba por la calle la Majestad de Fernando o Amalia, la
Alteza de _mi tio el doctor_ o de don Carlos, el buen comerciante dejaba
apresuradamente su vara y su escritorio para correr a la puerta,
asomandose con ansiedad y mirando la real comitiva con muestras de
ternura y adhesion. Pero esto pasaba, y el irlandes volvia a su habitual
tarea, haciendo todas las protestas que sus amigos le exigian.
Cerca de la tienda del irlandes se abria la puerta de una libreria, en
cuyo mezquino escaparate se mostraban abierto por su primera hoja
algunos libros, tales como la _Historia de Espana_, por Duchesne; las
novelas de Voltaire, traducidas por autor anonimo; _Las noches_ de
Young; el _Viajador sensible_, y la novela de _Arturo y Arabella_, que
gozaba de gran popularidad en aquella epoca. Algunas obras de Montiano,
Porcell, Arriaza, Olavide, Feijoo, un tratado del lenguaje de las flores
y la _Guia del comadron_, completaban el repertorio.
Al lado, y como formando juego con este templo literario, estaba una
tienda de perfumeria y de bisuteria con algunos objetos de caza, de
tocador y de encina, que todo esto formaban comercio comun en aquellos
dias. Por entre los botes de pomadas y cosmeticos; por entre las cajas
de alfileres y juguetes, se descubria el perfil arqueologico de una
vieja que era ama, dependiente y aun fabricante de algunas drogas. Mas
alla habia otra tienda obscura, estrecha y casi subterranea en que se
vendian papel, tinta y cosas de escritorio, amen de algun braguero u
otro aparato ortopedico de singular forma. En la puerta pendia colgado
de una espetera un manojo de plumas de ganso, y en lo mas profundo y mas
lobrego de la tienda lucian como los ojos de un lechuzo en el recinto de
una caverna, los dos espejuelos resplandecientes de don Anatalio Mas,
gran jefe de aquel gran comercio.
Enfrente habia una tienda de comestibles; pero de comestibles
aristocraticos. Existia alli un horno celebre, que asaba por Navidades
mas de cuatrocientos pavos de distintos calibres. Las empanadas de
perdices y de liebres no tenia rival; sus pasteles eran celeberrimos,
y nada igualaba a los lechoncillos asados que salian de aquel gran
laboratorio. En dias de convite, de cumpleanos o de boda, no encargar
los principales platos a casa de _Perico el Mahones_ (asi le
llamaban), hubiera sido indisculpable desacato. Al por
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