ado del Banco de Espana y la tenia en valores
extranjeros. Pocos dias despues se marcho a Francia. Algunos meses mas
tarde circulo por Madrid la noticia de que se casaba con el marques de
Davalos.
La misma tarde del dia en que la Amparo huyo (porque huida se puede
llamar) de la casa de Requena, entro Clementina con su marido y se
posesiono de ella. Hallo a su padre en un estado tristisimo,
completamente idiota. Hablaba como si la hubiera visto el dia anterior y
no hubiera pasado nada; le preguntaba con mucho interes por la Amparo y
hasta algunas veces la confundia con ella. El corazon de la hija, hay
que confesarlo, no padecio gran cosa. Aquella desgracia no apagaba por
entero el rencor que despertaba en su alma el recuerdo de los
amarguisimos dias que acababa de pasar. Su venganza no estaba satisfecha
porque veia a la Amparo rica y feliz. Queria a todo trance perseguirla
criminalmente, mientras su marido, satisfecho con la fortuna colosal que
caia en sus manos, no se preocupaba poco ni mucho de semejante cosa.
El duque de Requena, el celebre banquero que tuvo atentos y admirados
durante veinte anos a los negociantes espanoles y extranjeros, el hombre
que habia dado tanto que decir al publico y a la prensa, paso muy pronto
a ser en el palacio de Osorio un trasto inutil y despreciable. Por no
dar que murmurar, o por asegurarse mejor de su persona, o quiza por un
vago temor de que pudiera curarse, los esposos Osorio no le enviaron a
un manicomio: tuvieronle guardado en casa. Salabert se habia convertido
en nino. No se preocupaba ya de otra cosa que del alimento. Hablaba
poco. Pasaba horas y horas mirandose las unas o frotandose una mano con
la otra, dejando escapar de vez en cuando gritos extranos,
inarticulados. Tenia cerca un criado que, cuando se mostraba
desobediente y se enfurecia, le castigaba. Pero a quien mas respeto
tenia, y aun puede decirse verdadero temor, era a su hija. Bastaba que
Clementina le mirase cenuda y le dirigiese una seca reprension para que
el loco se sometiese repentinamente. En cambio, no hacia caso alguno de
su yerno.
Cuando el criado que le cuidaba, viendole tranquilo iba a recrearse un
poco con sus companeros, el loco acostumbraba a vagar por las
habitaciones del palacio mirandose con atencion a los espejos. Su mania
principal era la de recoger los pedacitos de pan que hallaba y
amontonarlos en un rincon de su cuarto hasta que alli se pudrian. Cuando
el monton era ya demasiado grande, l
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